martes, 29 de marzo de 2016




    Tal vez llegué a ese punto (fatal) en que el hastío supera el nivel de responsabilidad y adoctrinamiento, y por eso dedico estos dos minutos a considerar la cuestión.

     Fui educada en la convicción del destino de trabajo sacrificado, de cumplir con el “deber” por encima de todo.  Del “sudor de la frente” como única dignidad para afrontar la subsistencia.  Por ese arraigado cúmulo de preceptos (¿prejuicios?) de mi infancia siempre he tenido en claro que lo que da placer no es un trabajo, que el trabajo es necesariamente agobio y sufrimiento, que se debe trabajar (sufrir) a perpetuidad porque la vida es “un valle de lágrimas”

     De ahí que nunca pude vincular el arte al “trabajo”, y un poquito más allá, al dinero.  Por eso cuando pude solventarme dando clases de dibujo abandoné por falta de formación académica; cuando me propusieron diseñar tarjetería de salutación decliné dudando de mi capacidad creativa a destajo; y cada vez que me convocaron para colaborar en el montaje y organización de espacios de arte agradecí evadiendo el convite con el argumento de mi  lamentable tendencia a la dispersión.  Y sin embargo, en mi trabajo “civil” soy una fundamentalista de la disciplina, los horarios y la coordinación eficaz de los plazos.  Sufro, claro.  Pero es mi “trabajo”, obviamente hay que sufrir.

     Pero será por la edad, cada vez me resulta más difícil convencerme de la lógica dolorosa del “deber”.  Hace unos pocos días volvieron a proponerme “patear el tablero” (o sea, dejar mi trabajo) y aplicar el tiempo que desperdicio en el sufrimiento abnegado al diseño de pequeños muebles y objetos de decoración, sin que esta actividad mercantil afecte mi actual manejo de mi supuesta carrera artística.  Sólo un cambio de figuritas.  Generar dinero pero haciendo lo que me gusta.

     Y mi primera y convencida respuesta fue “Gracias, pero no”.  El que el trabajo tiene que ser contra-natura lo tengo muy internalizado.  Me insistieron y prometí pensarlo, aun sabiendo que estoy condicionada al NO.  Claro, me encanta intervenir muebles y objetos, restaurar y recuperar vejestorios, resucitar basura.  Pero eso no-es-un-tra-ba-jo, no lo puede ser.  Lo hago porque “quiero” no porque “debo”.







     ¿Me ha condenado el catecismo de mi infancia? ¿Soy víctima del “bienaventurado los que sufren”?  El sensato ateísmo de mi adultez no ha podido quebrar los dogmas que anidaron en mi inconsciente de niñita vulnerable y solitaria.  Me resigno a cargar una cruz en la que no creo porque una vez que te lavan el cerebro no hay vuelta atrás.

     Me tienta prometiéndome el total control creativo del proyecto y la chance de manejar la estética del lugar físico de venta. “Podrías traer a tu caballito…” me insinúa, no se si porque lo cree un armatoste llamativo para atraer al público o porque sabe que no tengo espacio para guardarlo y esa necesidad logística puede socavar mi voluntad de NO.    Son los cuarenta días con sus cuarenta noches de tentación en el desierto, Satanás queriendo ganarme para su bando.  Mi Caballito de Carrusel se ha convertido en uno de los iracundos corceles de los Jinetes del Apocalipsis.



Prisionera del Catesismo
mixtura sobre papel y tabla - 2010





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