Tal vez
llegué a ese punto (fatal) en que el
hastío supera el nivel de responsabilidad y adoctrinamiento, y por eso dedico
estos dos minutos a considerar la cuestión.
Fui educada
en la convicción del destino de trabajo sacrificado, de cumplir con el “deber” por encima de todo. Del “sudor de la frente” como única
dignidad para afrontar la subsistencia.
Por ese arraigado cúmulo de preceptos (¿prejuicios?) de mi infancia siempre he tenido en claro que lo que
da placer no es un trabajo, que el trabajo es necesariamente agobio y
sufrimiento, que se debe trabajar (sufrir)
a perpetuidad porque la vida es “un valle de lágrimas”.
De ahí
que nunca pude vincular el arte al “trabajo”,
y un poquito más allá, al dinero. Por
eso cuando pude solventarme dando clases de dibujo abandoné por falta de formación académica; cuando me
propusieron diseñar tarjetería de salutación decliné dudando de mi capacidad
creativa a destajo; y cada vez que me convocaron para colaborar en el montaje y
organización de espacios de arte agradecí evadiendo el convite con el argumento
de mi lamentable tendencia a la dispersión. Y sin
embargo, en mi trabajo “civil” soy
una fundamentalista de la disciplina, los horarios y la coordinación eficaz de
los plazos. Sufro, claro. Pero es mi “trabajo”, obviamente hay que sufrir.
Pero será
por la edad, cada vez me resulta más difícil convencerme de la lógica dolorosa
del “deber”. Hace unos pocos días volvieron a proponerme “patear el tablero” (o sea, dejar mi
trabajo) y aplicar el tiempo que desperdicio en el sufrimiento abnegado al
diseño de pequeños muebles y objetos de decoración, sin que esta actividad
mercantil afecte mi actual manejo de mi supuesta carrera artística. Sólo un cambio de figuritas. Generar dinero pero haciendo lo que me gusta.
Y mi
primera y convencida respuesta fue “Gracias, pero no”. El que el trabajo tiene que ser contra-natura lo tengo muy
internalizado. Me insistieron y prometí
pensarlo, aun sabiendo que estoy condicionada al NO. Claro, me encanta intervenir muebles y
objetos, restaurar y recuperar vejestorios, resucitar basura. Pero eso no-es-un-tra-ba-jo,
no lo puede ser. Lo hago porque “quiero” no porque “debo”.
¿Me ha
condenado el catecismo de mi infancia? ¿Soy víctima del “bienaventurado los que sufren”? El sensato ateísmo de mi adultez no ha podido
quebrar los dogmas que anidaron en mi inconsciente de niñita vulnerable y
solitaria. Me resigno a cargar una cruz
en la que no creo porque una vez que te lavan el cerebro no hay vuelta atrás.
Me
tienta prometiéndome el total control creativo del proyecto y la chance de
manejar la estética del lugar físico de venta. “Podrías traer a tu caballito…”
me insinúa, no se si porque lo cree un armatoste llamativo para atraer al
público o porque sabe que no tengo espacio para guardarlo y esa necesidad
logística puede socavar mi voluntad de NO.
Son los cuarenta días con sus
cuarenta noches de tentación en el desierto, Satanás queriendo ganarme para su bando. Mi Caballito de Carrusel se ha convertido en
uno de los iracundos corceles de los Jinetes del Apocalipsis.
Prisionera del Catesismo
mixtura sobre papel y tabla - 2010
mixtura sobre papel y tabla - 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario