domingo, 15 de diciembre de 2013

Jugar con fuego (literalmente).






     Hay una vinculación directa entre el entusiasmo y la creatividad. Como si uno accionara el disparador de la otra o, latente, lo alimentara de golpe y exacerbadamente. 

      Puede que la idea que reactivó a mis Ángeles (una idea puramente conceptual ya que no acarreaba una imagen sino una sensación intelectual: Babel y laberinto) diera sostén a un irracional entusiasmo que me impulsó a trabajar y trabajar, no desalentando ante las reiteradas las fallas (¿por qué tengo que tener tanta dificultad con la proporción de los pies masculinos? Los pies no son esencialmente tan distintos por género, o sí, en tamaño y en postura… No sé… Los pies son mi talón de Aquiles –y no estoy siendo graciosa-). 

     Y el trabajo entusiasmado lleva a aplicar una de mis técnicas favoritas: intervenir la obra en la que estoy trabajando sobre papel con fuego. “Intervenir” es, sencillamente, quemar. Acercarle un fósforo. Aunque en realidad suelo jugar con un encendedor.






     El fuego es absolutamente impredecible e incontrolable. Da la forma –comiendo material- que le plazca y su extinción con agua agrega deformaciones caprichosas que determinan el soporte de la obra más allá de mi voluntad. Ese poder externo me fascina, como si me desafiara a correr detrás de un algo superior que me pone escollos a los que debo vencer con gracia estética. Es una idea estúpida, lo sé, ya que soy yo misma la que viene con el encendedor, no es ninguna fuerza externa. Pero supongo que la experiencia de, en el pasado, haber realzado otros trabajos con ese juego es lo que sigue tentándome. Más la diversión (¿diversión?) de saber que un instante de más o demasiado agua puede arruinar para siempre un trabajo de semanas. 

      Vértigo, adrenalina o la convicción de que la obra ya es desde antes de pasar por mí y ella tiene su autodeterminación de ser: será independientemente de mí ya que yo sólo soy un instrumento para su irrevocable destino de SER.






     A estas alturas empiezo a preguntarme cuanta sensatez hay en dejar por escrito las evidencias concretas de mi desvarío. Ya andar jugando con fuego (¡a mi edad!) es un síntoma claro de vaya uno a saber que patología psíquica. Vincular fuego y diversión enciende una alarma en algún lado que chilla: ¡danger, danger, piromaníaca latente! 

     Reconocer que yo no soy absolutamente responsable a nivel ideológico de mis obras es muy mala prensa intelectual. Pero la realidad es que cuando estoy en estos raptos de placentera actividad, todo lúdico y fogoso, aun con la evidente desproporción de los pies (que me juro corregir antes de la firma) creo tener una de mis inmerecidas y breves estadías en el Nirvana.






     ¿Cómo asegurarme de compartir esta sensación? ¿Cómo saber que algún día, en algún lugar, algún circunstancial espectador habrá de mirar uno de mis Ángeles (éste, el primero, el de la Tartaria con sus pies chingados) y sentirá un intenso y fugaz rapto de irracional felicidad plena?





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