sábado, 21 de diciembre de 2013

Soy un pie.



 


     Hay que mentalizarse: si pinto piel me concentro en la textura, en la calidez, en la curvatura de los pliegues que delatan músculos y huesos. Si pinto seda siento el resbaloso tejido lustroso entre los dedos. Si se trata de cristal, el frío pulido al tacto y el reflejo de luz que rebota ante los ojos. Ese es el truco: recordar a través de todos los sentidos el objeto que quiere plasmarse sobre la tela. Y en esa memoria física lograr que llegue a las cerdas del pincel esa forma, ese color, esa sensación. Muy bien. La teoría la tengo: pensar un pie. Sentir un pie. Aplico toda mi concentración en la tarea y, nuevamente, fracaso.






     ¿Qué recuerdo de los pies? Que me duelen. Eso es lo primero que me viene a la cabeza. Duelen, palpitan, se hinchan. Son un engorro al cabo del día (o a la mitad si, como ahora, es verano). Los pies estorban. Pero esa no es la imagen que ando persiguiendo. Mi Ángel tiene los pies descalzos y una postura relajada, dudo que le duelan. No, no es lo que estoy buscando.






     ¿Cómo se sienten los pies? De vuelta, lo primero que me sale es “apretados”, "encerrados", "afixiados", pero no se trata de eso acá. Se sienten… ¿incómodos? No, tampoco. Pero no hay manera: uno se percata de la existencia de los pies cuando están molestando, sino no hay registro. No alcanzo a sentirlos de un modo grato. No sé cómo se sienten cuando se sienten “bien”.






     ¿Cómo se ven los pies? Raros. Realmente su forma es extraña: demasiado planos, un poco anchos, acabado en dedos que los más pequeños resultan indefinidos. Tan propensos a esas imperfecciones poco elegantes como juanetes, dedos martillos, callos, uñas encarnadas, hongos… Se ven HORROROSOS. Se ven normalmente mal, por eso uno no los mira mucho. Evoco la fea imagen de unos pies deformes, desproporcionados, poco llamados al recuerdo. ¿Por eso continúo haciéndole tan espantosos los pies a mi Ángel? ¿La irremediable realidad me juega en contra?






     Trato de elaborar intelectualmente la esencia de los pies. Soy un pie –me digo- y soy digno y bello. Lo digo y sueno estúpida. ¿Cuál es la dignidad del pie? Ser el sostén de toda la estructura magnífica del cuerpo. Sobre los pies se eleva la graciosa figura humana. Un conjunto de huesecitos, largos y elegantes, conformando un curvo empeine que se arquea hacia un talón robusto, redondeado y contundente que irá luego a perderse en el nudo estilizado del tobillo. Y por delante, la culminación en cinco puntos descendentes, del dedo mayor hacia el meñique. Y hasta ahí llego, porque imagino el dedo gordo rechoncho y desproporcionado con respecto al resto, y el dedo meñique tan chiquito en comparación, sin forma, generalmente sin uña, y con un callo que lo corona y lo vuelve aún más deforme. No puedo: los dedos son horribles, no hay manera de que les encuentre la belleza oculta.





     Soy un pie, repito; y me resigno a serlo. Y no quiero entrar en detalles, no quiero que se me recuerde demasiado. Soy y punto, estoy siempre presente ya que soy la base de todo, pero no quiero que se me mire demasiado. No es lo mío los primeros planos. Mi forma se recuerda en modo vago, nebuloso, se supone que soy como debo ser pero no hay que mirar dos veces para salir de dudas. Demos por sentado que estoy ahí y que soy más o menos como son todos los pies. Nada fuera de lo normal, nada digno de mención. Soy un pie y se presupone mi existencia y mi esencia. Estoy, créanme, estoy ahí abajo; no hace falta que me miren para corroborarlo.






     Y mi Ángel de la Tartaria tiene sus pies. Es lo que hay. No puedo luchar contra el destino. Bello Ángel de pies chuecos.






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