PAN Y CIRCO
Philipp Vandenberg, Nerón, el emperador artista Javier Vergara Editor Buenos Aires 2005, Pág. 111/113
Uno trata –por mecanismo instintivo de defensa de la propia salud mental- de no prestar demasiada atención al entorno cuando éste da evidencias –tangibles- de delirio extremo. Uno opta por esperar un poco, por suponer que la incomprensible insensatez ha de pasar rápido, que alguien va a tener un brote de cordura, que a tales extremos de imbecilidad no puede realmente llegarse, que detrás de todo esto tiene que existir alguien que piense, que reaccione a tiempo… Pero no.
Pese a la larga semana que llevamos contando muertos como resultado de los saqueos en distintas provincias del país; pese al miedo que como peste se expande por todos lados al extremo de que los negocios de los centros urbanos del Gran Buenos Aires suben y bajan persianas al vaivén de rumores histéricos; pese al sentido común que grita: ¡hay que parar, respirar hondo y buscar una solución entre todos antes de que se desbande más!... Pese a que cualquiera sabe que si se juega con fuego uno corre riesgo de quemarse, pese a todo ellos no reaccionan. O al menos, ELLA no. A la tarde arrancó con los festejos fastuosos (incluida una cena impúdica para 1600 invitados VIP) mientras que en Tucumán saqueaban otro super chino, donde la dueña moría de un infarto por el susto y la desesperación y su marido, tras la viudez y la quiebra económica, se suicidaba. Y entonces el televisor parte la pantalla en dos (como una alegoría del país): los festejos en Plaza de Mayo, con Santaolalla tocando la guitarrita con cara de místico con un fondo de juego de luces sobre la fachada de la Casa Rosada, mientras que del otro lado de la TV policía y gendarmes la emprenden a balazo de goma con los ciudadanos que cacerola en mano protestaban frente a la casa de gobierno tucumana. Surrealismo puro. Y la faraona enreda en su necedad a un envejecido -y dubitativo- Serrat que (supongo que sin darse cuenta de lo que hacía) participa en el Circo oficial homenajeando una “democracia” que sólo sirve para contradecir al querido Alfonsín padre: con democracia no se come, no se educa, no se cura…
La democracia (esta democracia) no alcanza. Y dan ganas de llorar, porque es tan fácil identificarse con la gente que tiene miedo de que las hordas saqueen sus negocios y se metan a sus casas (hoy ellos, mañana nosotros); con esas personas de trabajo que no piden nada pero que suponen que al menos la seguridad de poder trabajar y vivir honradamente el Estado Corrupto les va a garantizar, pero ni eso… Y ahí uno toma conciencia que el Estado Corrupto nos ha quitado todo. Absolutamente todo. Nos quitó la inviolabilidad de la propiedad privada, la seguridad pública, el vano orgullo por los “30 años de democracia”, nos quitó al Nano, nos quitó la fe en nuestros vecinos. Sólo nos dejó el miedo. Ah, claro, también nos dejó los planes (el pan) y los festejos en la Plaza (el circo). Que eso implique una involución no tiene importancia. Además, hace años que nos vienen destruyendo la educación así que total, ¡¿quién se va a dar cuenta?!
“En el primer siglo de la era cristiana, uno de cada cinco habitantes de Roma, o sea, unos doscientos cincuenta mil individuos, vivían de la beneficencia pública, carecían de ocupación y recibían raciones de cereales a bajo precio cuando no gratis. Pero ese ejército de desocupados no sabía cómo matar el tiempo, lo cual se hizo notar en el aumento de los delitos. El ocio se convirtió en un problema político. Panem et circenses, pan y circo: en este alado verbo de Juvenal se reflejan los deseos de las masas. Los espectáculos habían perdido desde hacía mucho su carácter religioso. Desde los tiempos del Imperio se habían convertido en un recurso de los emperadores para ganarse la simpatía del pueblo y lo que empezó como una muestra de generosidad de los césares, pronto se consideró como un derecho del pueblo. ¡El prínceps tenía el deber de proporcionarles diversión, y cuanto más exótica, salvaje y sensual mejor para el césar! (…) La función había concluido, pero entonces hicieron su aparición los heraldos y sus carros colmados de regalos: jaulas con aves exóticas, delicias traídas de las provincias romanas, cofrecitos y su contenido de alhajas y costosos atavíos. Todo esto lo arrojaban al pueblo durante su marcha y mucho era pisoteado y hecho trizas. Los espectadores se enzarzaban en verdaderas riñas cuando les arrojaban pequeños rollos escritos. Esos rollos eran vales por un esclavo o un barco. Y más de un pobre desocupado salió del circo convertido en hombre rico por haber tenido la suerte de pescar un vale por un terreno o un bloque habitacional.”
Philipp Vandenberg, Nerón, el emperador artista Javier Vergara Editor Buenos Aires 2005, Pág. 111/113
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