Mi Ángel regio se convirtió en otra obra (más) inconclusa. No puedo terminarla por la sencilla razón de
que La
Lista de los Ángeles (cómo toda la serie Ragnarök) requiere que la termine visualizando su integración con el lugar de exhibición.
Es más una manifestación conjunta que un grupo de obras individuales, por eso me
cuesta tanto trabajar en un cierre sin tener a la vista chance concreta y real de exhibirla en algún lado.
Reconozco que tampoco estoy buscando con
mucha insistencia dónde montar Ragnarök, con la excusa de que tengo
muchas obras por la mitad, y a la vez resulta que no puedo terminarlas porque
necesito la cuestión logística del espacio expositivo para ajustarlas y concluirlas. El huevo y la gallina. Me consuelo diciéndome que todavía no debe
ser su tiempo, que ya va a surgir el lugar y la oportunidad y entonces cada
cosa se va a ajustar solita en su sitio. Qué se
yo. Y por las dudas, me busco otras
cosas que me distraigan para tampoco tener ni tiempo ni
entusiasmo para tomar la recta final de mi Ragnarök.
Y
hablando de distracciones y –estúpidos- proyectos paralelos, ayer tarde me deje
enredar y acabé aceptando “jugar a la tiendita”.
“-Hacé
el experimento- me dijo, como quién no quiere la cosa. –Una ´experiencia
de campo´, cómo decís vos. Probá a ver si
es cierto que la gente compra arte si son obras baratas, colorinches y múltiples.
Desarrollá un test de mercado: prepará una cantidad de obras pequeñas para
vender a mil pesos, conseguimos un stand en alguna de las ferias que se montan
cerca de las fiestas de fin de año y medimos la concreta respuesta del público. Salimos de la duda: si lo que hacés no se
vende por complejo y extraño o simplemente por precio o por sospecha de
precio inaccesible.
Ponemos toda tu obrita en una pared, amontonada, con un cartel grande
que diga ´Todo $ 1.000.-´ y observamos el resultado“
En otro
momento –en cualquier momento-
hubiera hecho como que no oía su palabrerío, remedándolo con un aburrido “Bla-bla-bla…”
mientras le ejemplificaba con algún gesto que no describiré acá mi honesta
opinión sobre los “test de mercado”.
Pero ayer me
sentía frustrada por mi inconcluso Ángel regio, por comprender que Ragnarök
se estaba convirtiendo en una asignatura pendiente perpetua cuyo examen final no me encuentro en condiciones de aprobar, y el aceptar su desafío
para acabar haciendo algo que lo fastidiara más que mi simple negativa fue una
invitación tentadora para escapar a mi
realidad.
Para su
sorpresa le dije demasiado rápido “Bueno.
Hago una docena de obras chicas para vender por mil pesos. Las ponemos a disposición tipo tienda de rezagos
y comprobamos que tampoco se venden. Ahí
me reconocés públicamente que el arte no se mueve por las mismas reglas de
mercado que se aplican a la ropa interior o a las pastillas de menta y procedés
a meter violín en bolsa y a dejarme eternamente en paz. ¿Hecho?”
Hecho.
Y ahora estoy de lo más entretenida en planear doce obras pequeñas
–muy yo, obviamente- cuyo material por sí sólo supere el precio al que voy a
ofrecerlas en venta a fin de este año. Voy a
desequilibrar a los números desde el corazón mismo del proyecto. Primera premisa farnelliana: en el arte, dos más dos suma infinito.
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