Nada es
porque sí, y si nos detenemos en el análisis racional de los hechos y
circunstancias en concreto, solemos entender perfectamente cómo se producen las
cosas y porque estamos como estamos.
Hablo
sobre lo que conozco. Tomo como objeto de estudio a la actividad en el
mercado del arte del que he venido participando los últimos veinte años. Hechos debidamente documentados. Y puedo afirmar sobre esa base que en Buenos Aires un gran porcentaje de galeristas
y art-dealers se dedican part-time a la actividad, ya que suelen
tener en paralelo un puesto de empleado público (vinculado a la cultura o no), y liberados por los flexibles horarios
de su trabajo a sueldo fijo se dedican medio por “hobby” a tener su proyecto independiente en lo que –supuestamente-
les “apasiona”.
No tengo
nada en contra del pluriempleo, que en países como el mío suele ser una
cuestión de fuerza mayor si se pretende sobrevivir apenitas por arriba del
nivel del agua. Pero la cuestión es que
estos “gestores culturales independientes” (¡hay una verdadera devoción por los eufemismos!) aseguran los
ingresos mensuales por sus sueldos públicos con los honorarios y aranceles que
cobran a los artistas por sus “gestión”. Y con eso ya están hechos. De ahí su poco esfuerzo y convicción en
generar ventas o real difusión de los artistas que representan, pues su interés
no es el riesgo de un eventual porcentaje sobre ventas sino la percepción
segura de lo que les paga el artista por llevar su obra a tal o cual evento.
En líneas
generales, la seguridad del sueldo y la eventual necesidad de “marcar ficha” en su empleo formal, hace
que el gestor cultural independiente dedique pocas horas y escasa
formalidad a su actividad paralela. Lo que
se suma a una casi nula formación teórica y mínima actualización respecto de la
fluctuante realidad del mercado y de las renovadas técnicas y medidas de
difusión por vías alternativas (la web y las redes sociales).
O sea: el gestor cultural junta a
sus artistas conocidos, les promete que llevará su obra a tal o cual lado, a
veces alentando expectativas de ventas o contactos para exponer, y cobra una cantidad de dinero con el argumento
de los costos y gastos por su gestión.
El artista cree (siempre creemos)
que todo lo que nos dicen tiene un margen de veracidad y apostamos nuestros
ahorros a ese futuro soñado de que nuestra obra alcance el debido
reconocimiento.
Luego (después de haber pagado) comprobamos que
las fechas de todo (de entrega, de
exhibición, de reintegro) son mutantes y evanescentes; que el lugar o las
condiciones de la muestra no eran las inicialmente
propuestas (filando lo lamentable), que el montaje no se da
según lo planeado, que las invitaciones, la prensa, la participación en
catálogo, la difusión masiva, nada, nada, es según lo que se dijo o se supuso según
las costumbres del caso.
Y después corroboramos que la poca asistencia
de público (ausencia lógica ante la
pésima convocatoria) garantiza la inexistencia de ventas. El gestor cultural independiente lo
achaca a un mercado caprichoso, a que este año las cosas estuvieron duras para todos,
que la próxima vez tendremos más
suerte. Nada de autocrítica, de
reconocimiento de su actuar chapucero propio de un aficionado. Pero para el gestor cultural independiente el
negocio ha cerrado: su “changuita” se
reduce a cobrarle a los artistas, no a la venta o proyección de sus obras. Punto final de la cuestión.
No
exagero. Podría (aunque no voy a hacerlo sólo por cortesía) armar una lista con
nombre de galerista o dealer,
identidad de la persona a cargo y puesto público (en organigrama nacional, de Ciudad de Buenos Aires o Provincia de Buenos Aires) por el que
ha cobrado mensualmente durante el mismo tiempo en que propuso diversas
actividades en las que he participado (siempre pagando). No reniego de haberlo hecho, aprendí a golpe
de desconsuelo que de lo que prometen solo un 5% es real. Y, pese a todo, la obra se va moviendo (mal, caro, desperdiciando oportunidades por no manejarse las cosas como
es debido).
Pero
llega un momento en que uno se plantea seriamente si vale la pena desperdiciar
dinero y energía trabajando con aficionados.
Es cómodo, lo reconozco, uno se queda al margen y en cierta forma puede culparse
al otro por la decepción o el fracaso. Pero también es cierto que con esta
gente hay un tope de lo que puede lograrse, que no puede aspirarse a más con su
tan tosca gestión. Entonces hay que
decidir qué se hace, si se sigue alimentando inútiles o finalmente asumimos que
si queremos que algo se haga bien hay que arremangarse, patear el tablero de la
comodidad y de las escusas, y salir a jugar con los profesionales a matar o
morir.
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