lunes, 4 de mayo de 2015




     Nada es porque sí, y si nos detenemos en el análisis racional de los hechos y circunstancias en concreto, solemos entender perfectamente cómo se producen las cosas y porque estamos como estamos.

     Hablo sobre lo que conozco.  Tomo como objeto de estudio a la actividad en el mercado del arte del que he venido participando los últimos veinte años.  Hechos debidamente documentados.  Y puedo afirmar sobre esa base que en Buenos Aires un gran porcentaje de galeristas y art-dealers se dedican part-time a la actividad, ya que suelen tener en paralelo un puesto de empleado público (vinculado a la cultura o no), y liberados por los flexibles horarios de su trabajo a sueldo fijo se dedican medio por “hobby” a tener su proyecto independiente en lo que –supuestamente- les “apasiona”.

     No tengo nada en contra del pluriempleo, que en países como el mío suele ser una cuestión de fuerza mayor si se pretende sobrevivir apenitas por arriba del nivel del agua.  Pero la cuestión es que estos “gestores culturales independientes” (¡hay una verdadera devoción por los eufemismos!) aseguran los ingresos mensuales por sus sueldos públicos con los honorarios y aranceles que cobran a los artistas por sus “gestión”.  Y con eso ya están hechos.  De ahí su poco esfuerzo y convicción en generar ventas o real difusión de los artistas que representan, pues su interés no es el riesgo de un eventual porcentaje sobre ventas sino la percepción segura de lo que les paga el artista por llevar su obra a tal o cual evento.

     En líneas generales, la seguridad del sueldo y la eventual necesidad de “marcar ficha” en su empleo formal, hace que el gestor cultural independiente dedique pocas horas y escasa formalidad a su actividad paralela.   Lo que se suma a una casi nula formación teórica y mínima actualización respecto de la fluctuante realidad del mercado y de las renovadas técnicas y medidas de difusión por vías alternativas (la web y las redes sociales).
 
 

     O sea: el gestor cultural junta a sus artistas conocidos, les promete que llevará su obra a tal o cual lado, a veces alentando expectativas de ventas o contactos para exponer, y  cobra una cantidad de dinero con el argumento de los costos y gastos por su gestión.  El artista cree (siempre creemos) que todo lo que nos dicen tiene un margen de veracidad y apostamos nuestros ahorros a ese futuro soñado de que nuestra obra alcance el debido reconocimiento. 

     Luego (después de haber pagado) comprobamos que las fechas de todo (de entrega, de exhibición, de reintegro) son mutantes y evanescentes; que el lugar o las condiciones de la  muestra no eran las inicialmente propuestas (filando lo lamentable), que el montaje no se da según lo planeado, que las invitaciones, la prensa, la participación en catálogo, la difusión masiva, nada, nada, es según lo que se dijo o se supuso según las costumbres del caso.

    Y después corroboramos que la poca asistencia de público (ausencia lógica ante la pésima convocatoria) garantiza la inexistencia de ventas.  El gestor cultural independiente lo achaca a un mercado caprichoso, a que este año las cosas estuvieron duras para todos,  que la próxima vez tendremos más suerte.  Nada de autocrítica, de reconocimiento de su actuar chapucero propio de un aficionado.  Pero para el gestor cultural independiente el negocio ha cerrado: su “changuita” se reduce a cobrarle a los artistas, no a la venta o proyección de sus obras.  Punto final de la cuestión.

 

     No exagero.  Podría (aunque no voy a hacerlo sólo por cortesía) armar una lista con nombre de galerista o dealer, identidad de la persona a cargo y puesto público (en organigrama nacional, de Ciudad de Buenos Aires o Provincia de Buenos Aires) por el que ha cobrado mensualmente durante el mismo tiempo en que propuso diversas actividades en las que he participado (siempre pagando).  No reniego de haberlo hecho, aprendí a golpe de desconsuelo que de lo que prometen solo un 5% es real.  Y, pese a todo,  la obra se va moviendo (mal, caro, desperdiciando oportunidades por no manejarse las cosas como es debido).

     Pero llega un momento en que uno se plantea seriamente si vale la pena desperdiciar dinero y energía trabajando con aficionados.   Es cómodo, lo reconozco, uno se queda al margen y en cierta forma puede culparse al otro por la decepción o el fracaso. Pero también es cierto que con esta gente hay un tope de lo que puede lograrse, que no puede aspirarse a más con su tan tosca gestión.   Entonces hay que decidir qué se hace, si se sigue alimentando inútiles o finalmente asumimos que si queremos que algo se haga bien hay que arremangarse, patear el tablero de la comodidad y de las escusas, y salir a jugar con los profesionales a matar o morir.  
 
 
 
 
 

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