Hacía bastante tiempo que las ganas de volver a los retrato me venía asechando.
Siempre hay algo que nos es propio y natural, que nos sale con simplicidad, de modo casi instintivo, e
invariablemente se vuelve a ello. Aunque
racionalmente sabemos que tenemos que dejarlo atrás, buscar precisamente lo que no nos es
fácil, lo que nos es esquivo. Esforzarse
por lo que no se puede, no acomodarse en la fórmula ya probada. Además, en mis inicios me calificaban de “retratista” dándole a ese calificativo
el tono reprobador de un insulto. Dejé
mi afición por los ojos acuosos e intensos, y sólo por no dar más pie a la
crítica empecé con mis figuras sin cara. Ya sé, me fui de un extremo a
otro. Muy melodramático.
Ahora que
estoy sencillamente jugando puedo permitirme ser infantil e irresponsable. Y en un rato trazo con tinta varios rostros
de chicas de revistas. Sigo la
tradición: parto de los ojos, puede que me moleste en la nariz, le pongo algo
de cuidado a la boca. Cuando buscaba el
parecido con el modelo tenía que prestar atención al detalle y a los pómulos,
cuando sólo busco la armonía del conjunto ni me molesto en mirar dos veces.
Ahora será
pasar ese primer esbozo a mi bandeja de
madera y por encima acoplar una máscara en 3D.
El chiste está en primero) que se entienda; segundo) que tenga cierta
armonía; tercero y obvio) que quede prolijo y cuarto y esencial) que quede
bonito. Lo bonito para mí es requisito
de todo. Así que, vamos a la
experimentación real:
La cartapesta (lea el lego: pegar pedacitos de papel muy fino, de servilletas o de
pañuelitos tissue con cola vinílica
diluida en agua) es muy útil, adhiere y unifica superficies y a las
mascaritas endebles de plástico fino y chueco les da entidad y arregla
distorsiones propias de la baja calidad.
Una mano de base acrílica blanca o amarillo claro y pareciera que
tenemos una interesante pieza de yeso.
Bien. La base de mi cachivache es
prometedora. Sigamos.
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