sábado, 23 de mayo de 2015



Cultura versus rentabilidad, cuater (o como ser insufriblemente monotemático).




Pego a continuación un artículo de El País (http://cultura.elpais.com/cultura/2015/05/22/actualidad/1432321800_041580.html), que mientras leía me alegraba la mañana pensando que acá, en el fin del mundo, en un país en plena recesión y con la actividad cultural ignorada mayoritariamente, esas cosas no pasan.  Pero después pensé en los exitosos artistas manufactureros, esos que tienen operarios a su servicio para hacer las obritas que luego venden como decoración de dormitorios infantiles, y me entró la duda. 


     Y confirmé que el Gran Mercado del arte no es para mí.  Todo muy bien, todo muy lindo, yo rompo los trabajos que no me satisfacen y quemo los que me gustan,  pero aceptar venderle una obra a alguien que la va a atacar con una tijera…  muy Grace Kelly by Hitchcock en Dial M for Murder pero para mí no, gracias; te lo agradezco pero No.

 

El emprendedor tecnológico y voraz coleccionista de artistas emergentes Stefan Simchowitz, de   44 años, entró en 2013 en el estudio de Amalia Ulman, una creadora conceptual entonces de 24   años. Vio dos telas de gran tamaño salpicadas de ojos azules. Le gustaron. Amalia accedió a   vendérselas. “Estaba desesperada”, cuenta. “No tenía nada para comer”. Lo que ignoraba era la   propuesta terrible del acuerdo. El coleccionista quería trocearlas. Así era más fácil que   encontrara mercado. Aceptó. Fausto vendiendo su alma artística al diablo. Le pagó 150 dólares   por pieza. También, por ser justos con la historia, Simchowitz había ayudado antes con 500.000 dólares a Amalia en un momento difícil. El autobús de la línea Greyhound en el que viajaba   desde Nueva York a Chicago se estrelló. Hubo un muerto y una decena de heridos. Despertó en   un hospital con una fractura abierta de tibia y una deuda médica que el coleccionista respaldó.
Simchowitz representa bien ese perfil del nuevo coleccionista que ha emergido con el advenimiento del capitalismo artístico. Compra de forma agresiva creadores jóvenes, vende rápido y gana dinero. ¿Pero es esto lo que significa coleccionar hoy? “El coleccionista especulador define nuestro tiempo”, relata Elena Foster Ochoa, editora y fundadora de la editorial Ivorypress. “Ni siente ni padece la obra. Para él es una commodity como puede ser el oro o el petróleo”.
El economista alemán Magnus Resch (fundador de la base de datos Larry’s List) calcula que en el mundo operan entre 8.000 y 10.000 coleccionistas. Personas que acuden habitualmente a galerías y ferias internacionales y que manejan al menos un millón de dólares (881.000 euros) en bonos, acciones o dinero. De estos, 3.111 son “visibles”.
Sin embargo, frente a la obsesión por la oscuridad que representan coleccionistas suizos y rusos hay otros que buscan luz y taquígrafos. Bastantes encargan sus propios museos a arquitectos de marca y los abren al público. Son colecciones que se miden por miles de obras y exhiben artistas muy próximos al mercado. Pero los propietarios saben que, además de prestigio y beneficios fiscales, abrir estos contenedores les permite comprar en condiciones preferentes en las galerías.
El matrimonio Eli y Edythe Broad representa muy bien ese signo de los tiempos. El 20 de septiembre inaugurarán en Los Ángeles el museo The Broad, que albergará su colección privada de más de 2.000 obras. Proyectado por el estudio Diller Scofidio + Renfro, el edificio ha costado 140 millones de dólares. Una cifra asumible para Eli Broad, quien gestiona una fortuna de 7.100 millones. “Uno se convierte quizá en coleccionista cuando va más allá de decorar la casa”, explica el magnate por correo electrónico, “entonces el coleccionismo se convierte más que en una pasión en una adicción”. Soledad Lorenzo habla de “la maravillosa ludopatía que es coleccionar”. Al tiempo que la galerista Oliva Arauna reivindica un coleccionista que “se implique más con los galeristas y los artistas. No que acuda a una subasta porque haya salido una obra barata”. Se trata, según el creador Sergio Prego, de “mantener una relación afectiva con el arte y con el objeto”.
Desde luego, la lírica no exime de la realidad de las cosas. Hay infinidad de coleccionistas atraídos por la exhibición del dinero y el estatus. La venezolana Ella Fontanals-Cisneros posee una de las mejores colecciones de arte latinoamericano del mundo. Más de 2.000 piezas que exhibe en su fundación (CIFO) en Miami. Pero Ella se queja: “Han surgido una multitud de nuevos coleccionistas que no sé ni cómo llamarlos. Un coleccionista tiene que tener valor, tiene que gustarle la investigación y buscar cosas nuevas”.

Entre tener y ser

En el territorio de la imagen se manejan Emilio Pi y Elena Fernandino, empresario y psicóloga, quienes tienen una ambiciosa colección de videoarte. El vídeo tiene poca reventa y la especulación apenas existe. Emilio recurre a la historiadora de arte francesa Raymonde Moulin para explicar de qué hablamos cuando hablamos de coleccionar: “Una adhesión entusiasta a la contemporaneidad, el intenso placer de participar del descubrimiento y consolidación de artistas en el sistema y el reconocimiento dentro de la pequeña y exclusiva sociedad de amantes del arte (la vanidad)”, desgrana.
El coleccionismo actual se debate entre tener y ser. “La posesión de las obras es importante”, apunta el coleccionista y empresario mallorquín Juan Bonet, “pero resulta peligrosa. Si solo se basa en acumular al final pierde sentido y por tanto se pierde ilusión”. Porque en este caso el número no hace al monje: “Se pueden tener pocas obras y ser un gran coleccionista. Todo depende de si tienes un compromiso profundo con el arte y los artistas y te alejas de esa plaga bíblica que son los especuladores!”. Esta voz rotunda tiene 86 años y una colección con aspecto de museo de 800 obras. Marcos Martín Blanco, empresario jubilado, pugna estos días por construir en Segovia su propio espacio. “Tarea dura, a veces ingrata, pero ineludible para quienes llevamos en las venas el veneno de coleccionar”, zanja.

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