miércoles, 20 de mayo de 2015

     

Cultura versus rentabilidad, bis (o insistencia en la cuestión).



    ¿Y por qué no podemos los artistas dejar de ser los que solventamos todo? Pagar por exponer, pagar por enviar nuestra obra al exterior, pagar por aparecer en catálogos o publicaciones especializadas. Pagar, pagar, pagar. ¿Por qué no pueden ser otros los que pongan el dinero para que nuestra obra se divulgue, se cotice y se posicionen internacionalmente?


     Si aparece un muchachito dotado para la gambeta enseguida surgen -como invasión de marabunta- doscientos tipos dispuestos a poner lo que haga falta para asegurar al crío un futuro de crack.  Futuro imprevisible si los hay, ya que el talento precoz la más de las veces se desmenuza en la competencia y la presión, y a lo sumo llegan apenas dos o tres privilegiados.  Encima, la vida “útil” del futbolista es muy breve; si se libra  de lesiones incapacitantes, con toda la furia, su carrera no llegará a los veinte años y siempre en decadencia.  Los artistas aunamos carrera con vida personal, y longevos como Dalí o Picasso produjeron hasta el último día, con lo que sobra tiempo para recuperar la inversión. Deberíamos ser mejor “negocio” a ojos de sagaz inversor… 



    Entonces, ¿por qué multitudes se abren camino a los codazos para invertir en un proyecto de jugador de fútbol y a los proyectos de artistas nos hacen pagarnos todo y, aun así, nos ignoran y maltratan?


     El fútbol produce fortunas, me dirán, y el arte no.  El fútbol es masivo, el arte no.  El fútbol no tiene grandes pretensiones, no requiere la educación ni la espiritualidad del espectador.  El fútbol es ahora y basta, puro circo y circunstancia.  El fútbol no tiene otra historia que la contemporánea y su mayor compromiso es que siga-siga el espectáculo.  El arte pretende tantas cosas y tiene tal aspiración de eternidad que realmente llega a resultar muy molesto. Y nadie paga para que lo molesten...


    Por estos lados, tierra generadora de reconocidos ídolos internacionales, cualquier chiquilín que demuestre habilidad con los pies es alentado con alegría por su entorno y se invierte desde el vamos llevándolo a la canchita para entrenamientos y competiciones amateurs, y se le compra sin queja el equipo completo: camiseta, botines, el balón oficial del último Mundial para que practique.  Si lo que demuestra el niño es interés por cualquier rama del arte, se le adoctrina de inmediato sobre que en la vida hay que trabajar de algo “en serio” y que más le vale deshacerse de esas fantasías de vago e inútil porque nadie le va a mantener el “vicio”.  El arte, lamentablemente,  no tiene buena prensa.


     Es deprimente comprobar que las vocaciones artísticas tienen que venir asociadas a una obsesión profunda porque, si no, no se sobrevive en este medio.  Si la vocación y el talento vienen acoplados a una baja autoestima o a una dependencia emocional al entorno lo más probable es que se mutile el don y se condene a la insatisfacción frustrante.  Injusto y cruel. 


     Pero a la vez, esa realidad desalentadora convierte a los que sobreviven en su empeño en auténticos talibanes de la cultura, en fanáticos obsesivos que desconfían de todo y se aíslan en su paranoia. Seres muy raros y, alguien dirá, que hasta sumamente peligrosos.



    Debería haber un punto medio, debería existir la posibilidad de que dedicarse al arte no fuera ni tan cuesta arriba, ni tan solitario, ni -ciertamente- tan caro.  






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