sábado, 24 de mayo de 2014


En mi lista mental de libros que no tengo y deseo desesperadamente conseguir está en sus primeros lugares Por qué no soy cristiano de Bertrand Russell.  Di con este librito (porque era físicamente pequeño) en la Biblioteca del Congreso de la Nación hace como 25 años, en mi época universitaria, haciendo un trabajo de investigación sobre religiones comparadas para mi profesor de Teología.  El librito sólo lo tuve en mis manos un par de horas, lo leí con avidez y tomé notas de él que en el tiempo he perdido.  Pero mi memoria sigue registrando la iniciática “¿y qué culpa tenía la higuera si no era época de dar frutos?”  y desde entonces consciente e inconscientemente lo busco en las librerías de viejo de Buenos Aires a fin de nuestro reencuentro y su incorporación a mi biblioteca.

Como suele sucederme, aunque no encuentre la presa específica que motiva la cacería, otras obras del mismo autor que persigo se suman a mis posesiones.  Mi biblioteca, cualquiera puede apreciarlo de un simple y primer vistazo, es una biblioteca de autores.  Tiendo a  completar la obra de aquellos que me gustan, que me provocan o con los que me identifico.  Y hace una semana di con un Russell, aunque no era el que buscaba.  

Me encontré El impacto de la ciencia en la sociedad,  librito (también físicamente pequeño) basado en las conferencias dadas por el autor en Oxford y posteriormente en la Universidad de Columbia de New York.  Y leyéndolo recordé que amena y clara manera de razonar tenía este Premio Nobel y que enorme facilidad para colocarlo a uno en obligación de replantearse posturas.


Transcribo el párrafo en cuestión.  Cuando lo leí mi primera reacción fue fastidiarme y decir que estaba mal, que estaba por completo equivocado.  Que no era ni debía ser así.  Después me percaté que puedo no estar de acuerdo en teoría pero que lo descripto por Russell era exactamente lo que he hecho en la práctica durante toda mi vida.  Y acabé dudando de qué creo en realidad.  ¿Esa es la finalidad de los filósofos?  ¿Enloquecernos más de lo que estamos?  ¿Echar luz sobre nuestras contradicciones?  O, simplemente, desafiarnos a pensar, pensar, pensar…


“En arte y literatura el problema es diferente.  Por una parte, la libertad es posible, porque no se pide a las autoridades la provisión de aparatos costoso.  Pero, por otra parte, el mérito es mucho más difícil de estimar.  La vieja generación de artistas y escritores está casi invariablemente equivocada en cuanto a la generación más joven.  Los dómines casi siempre condenan a los hombres nuevos, a quienes más tarde se juzga como de méritos sobresalientes.  Por tal razón, organismos tales como la Academia Francesa y la Real Academia son ineficaces, si no dañosos.  No existe el método concebible por el cual la comunidad pueda reconocer al artista hasta que es viejo y ha realizado la mayor parte de su obra.  La comunidad puede dar únicamente oportunidad y tolerancia.  Difícilmente podemos esperar que la comunidad dé licencia a todo el que diga que se propone pintar y lo mantenga a cambio de sus mamarrachadas, por execrables que puedan ser.  Creo que la única solución es que el artista se mantenga a sí mismo por medio de un trabajo distinto a su arte, hasta que alcance una encomienda.  Que busque un empleo a media jornada, menos retribuido, que viva austeramente, y que haga su labor creadora en el tiempo libre.  Algunas veces son posibles soluciones menos arduas: un dramaturgo puede ser actor; un compositor, ejecutante,  Pero en cualquier caso, el artista o escritor, mientras es joven, debe mantener su labor creadora al margen de la máquina económica, y ganarse la vida con algún trabajo cuyo valor resulte obvio para las autoridades.  Porque si su trabajo creador le proporciona oficialmente medios de vida, será estorbado y perjudicado por la ignorante censura de las autoridades.  Lo más que puede esperarse –y esto es mucho- es que un hombre que hace buena labor no sea castigado por ello.” Bertrand Russell, El impacto de la ciencia en la sociedad  Aguilar S.A. de Ediciones, Madrid 1957, págs. 89/90.-


Pensar, pensar, pensar…

Piense usted.  Como quiera y pueda, pero piense. Luego razone su pensamiento con los demás, para pensar mejor.”  Fernando Savater.





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