“En
1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se
extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y
propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaran en
los laboriosos infiernos de las minas antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo
debemos infinitos hechos: los blues
de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro
Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el
tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra
de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares,
la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la decimotercera edición del Diccionario de la Academia,
el impetuoso film Aleluya, la fornida
carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el
moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint
Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas
por el machete del pápaloi, la
habanera madre del tango, el candombe.”
Jorge Luis Borges, Historia
Universal de la Infamia – El atroz redentor Lazarus Morell, Emecé Editores, Buenos Aires 1954, pág. 17/18.
“Para comenzar, la propia figura humana de
Las Casas resulta intrigante, magnífica sin duda en ocasiones pero también
pródiga en discordancias. Cuando aún era
adolescente su padre le regaló un esclavo indio, con quien mantuvo una relación
apasionada de cuyos ribetes eróticos algunos estudiosos no tienen dudas; más tarde,
separado de él por las circunstancias, le buscó incansablemente en sus
recorridos por las tierras del Nuevo Mundo.
Quienes prefieren la rectitud incontaminada de los grandes principios se
escandalizarán si insinúo que el interés arrebatado de Las Casa por la causa
indígena pudo nacer de esa experiencia personal y no sólo de su indudable afán
de justicia cristiana. A mí me resulta
más simpático que aprendiese a reconocer lo humano del otro a través del deseo
y no por la aplicación de fórmulas abstractas.
Además, prosiguiendo con las hipótesis irreverentes, ¿no podemos suponer
que la propia diferencia de su tendencia sexual, unida a la otra diferencia de
su raigambre judía, le predispusieron especialmente para comprender mejor la
dignidad de otros “diferentes” a los que la normalidad política establecida
trataba como inferiores? Los caminos del
Señor, como repiten atrevidamente quienes creen en el fondo conocerlos bien,
son en efecto inescrutables…”
Fernando Savater, Libre Mente,
Editorial Espasa Calpe S.A. Madrid 1996, pág. 39/40.
“Hace
años, en Nueva York, me tocó un taxista cuyo nombre era difícil de descifrar y
me aclaró que era paquistaní. Me
preguntó de dónde era yo y le contesté que italiano. Me preguntó que cuántos éramos y se quedó
asombrado de que fuéramos tan pocos y que nuestra lengua no fuera el
inglés. Por último me preguntó cuáles
eran nuestros enemigos. Ante mi “¿Perdone?”,
aclaró despacio que quería saber con qué pueblos estábamos en guerra desde
hacía siglos por reivindicaciones territoriales, odios étnicos, violaciones
permanentes de fronteras, etcétera, etcétera.
Le dije que no estábamos en guerra con nadie. Con aire condescendiente me explicó que
quería saber quiénes eran nuestros adversarios históricos, esos que primero
ellos nos matan y luego los matamos nosotros o viceversa. Le repetí que no los tenemos, que la última
guerra la hicimos hace más de medio siglo, entre otras cosas, empezándola con
un enemigo y acabándola con otro. No
estaba satisfecho. ¿Cómo es posible que
haya un pueblo que no tiene enemigos?
Nada más bajarme, dejándole dos dólares de propina para recompensarle
por nuestro indolente pacifismo, se me ocurrió lo que debería haber contestado,
es decir, que no es verdad que los italianos no tienen enemigos. No tienen enemigos externos… (…) Tener un enemigo es importante no solo
para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con
respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo,
nuestro valor. (…) Agustín… estigmatizará a los paganos porque, a diferencia de
los cristianos, frecuentan circos, teatros, anfiteatros y celebran fiestas
orgiásticas. Los enemigos son distintos de nosotros y siguen costumbres que no
son las nuestras. Uno diferente por
excelencia es el extranjero. Ya en los
bajorrelieves romanos los bárbaros aparecen barbudos y chatos, y el mismo
apelativo de bárbaros, como es sabido, hace alusión a un defecto de lenguaje y,
por tanto, de pensamiento. Ahora bien,
desde el principio se construyen como enemigos no tanto a los que son
diferentes y que nos amenazan directamente (como sería el caso de los bárbaros),
sino a aquellos que alguien tiene interés de representar como amenazadores
aunque no nos amenacen directamente, de modo que lo que ponga de relieve su
diversidad no sea su carácter de amenaza, sino que sea su diversidad misma la
que se convierta en señal de amenaza.”
Umberto Eco, Construir al enemigo Random House Mondadori S.A. Uruguay
2013, pág. 13/16.-
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