martes, 17 de marzo de 2015

     Consideraciones cuasi-religiosas en San Patricio.


     Uno de los recuerdos de mi infancia, de cuando tendría poco más de cinco o seis años, remite a la fascinación que me provocaba el ritual de mi abuela que se demoraba en besar cada trozo de pan que quedaba en la mesa después de la comida como paso previo a tirarlo a la basura.  En esos tiempos, los adultos no encontraban ningún tipo de razón para dar a los niños explicación de sus acciones.  El pan se besaba y punto.  Es posible que ante mi insoportable insistencia alguien me dijera “Porque es Jesús”, pero no puedo garantizarlo.       

     Yo crecí admirada y confusa sobre el mágico mecanismo por el cual una persona de tamaño normal –de hecho, me imaginaba por entonces a Jesús bastante más alto que yo- lograba esconderse tan bien dentro de un resto de flautita.  Cuando poco después, en el catecismo previo a la Primera Comunión me hablaban de la resurrección, me resultó lógico entenderla como el budín de pan que hacía mi abuela a fin de no tener que tirar el pan viejo. Recuperaba a Cristo para volver a comérselo.  Por esos juegos perversos de las asociaciones libres, tiempo después acabé asimilando la divinidad con un flan… y de ahí para acá se entiende claramente en qué me he convertido.

     Hoy, en mi trabajo civil y diario, presto mis servicios a personas de las más variadas religiones (hasta a uno que habla de unas entidades extra-terrenales que me presupongo –no porque él lo haya dicho- de una tonalidad verde fluorescente con erguidas antenitas).  Y probablemente por esta tendencia mía a la cortesía, todos acaban convencidos de que comparto sus creencias por el simple hecho de que jamás les contradigo y escucho sus prédicas con aparente solícita atención.


     Ayer, mientras el calor y el maltrecho aire-acondicionado de mi oficina hacían que me corriera el sudor desde la nuca a la cintura, una cliente (a quién el sudor le goteaba de las sienes y le hacía brillar el bozo), que suele divagar a su gusto y sin interrupciones de mi parte, se remontaba a los tiempos de su primer matrimonio cuando en mitad de una acalorada pelea ella y su marido dieron en arrojarse cosas y en la batahola una virgencita de Fátima (de cerámica o yeso supongo porque no lo precisó) acabó en el piso partida en varios fragmentos.  -Nos quedamos duros.- me ejemplificó con un gesto-  ¡La virgencita estaba rota!  ¡No sabíamos que hacer, nos mirábamos aterrorizados, sin saber que íbamos a hacer ahora!

     Yo suelo escuchar los divagues de la gente sólo con un cinco por ciento de mi cerebro, lo mínimo indispensables para poder colocar alguna que otra exclamación de rigor: ¡No me diga!, ¡Qué barbaridad! Pero mire usted…   Cuando ella hizo la pausa tras relatar su espanto ante la virgen rota comprendí que esperaba mi comentario.  Me detuve a tiempo de preguntar lo lógico ¿era muy costosa?, ya que por la cara que acompañaba su historia era evidente que aun ahora el carácter trágico de la rotura de la virgen la afligía a punto de atiborrarle los ojos de lágrimas.  Insistió: ¿Qué podíamos hacer?

     ¿Qué se hace con una virgen de Fátima hecha pedazos?  Obviamente, se la tira a la basura (se la puede besar como al pan, supongo).  Pero resultaba evidente que eso NO es lo que hace la gente que otorga a una imagen de yeso algún tipo de poder mágico. Dije lo que ella esperaba que dijera: ¡Qué horror!  ¿Y qué hicieron?.   Ahí se explayó en como recogieron de modo compungido y penitente todos los pedacitos, lo pusieron en una cajita que cerraron con una cinta y que guardaron respetuosamente dentro del ropero, donde, más de cuarenta años después, al parecer los restos de la virgen de Fátima siguen estando.  -El matrimonio, claro, se acabó ahí…  Asentí como si compartiera la lógica de ese final.  Cómo esta historia  venía al caso en una reunión donde mi trabajo consistía en redactar una carta documento de intimación a un inquilino que no paga en fecha,  no lo sé.  Será que a la gente le gusta hablar y que yo soy buena escuchando.


     Al ser testigo de la significancia que unos pedazos de yeso roto pueden tener para una persona, vuelvo a detenerme en considerar de  que debe existir un sentido o facultad que propende a lo religioso y a la infantil credulidad, sentido del que yo estoy vedada por completo.  A ella la estatuita rota, tantos años después, la seguía cargando de culpas.  Es una buena persona, no me parece justa la angustia que arrastra de por vida como consecuencia de un accidente estúpido e insignificante.  Pero qué sabré yo, que como todo hereje (bautizado) tiene por destino el infierno…

     Sigo convencida que la mejor plegaria es la de implorar al dios de los dioses y de los sin dios que me libere de toda fe, que incuba fanatismos y barbaries, y me ayude a ser alguien que hace el bien sólo porque sí, por el bien mismo.  Que, parafraseando a Shaw, me siga liberando de la extorsión del cielo.


     “Regresó con un cráneo sobre un basto bloque de madera, envuelto en gasa azul decorada con imágenes del sol.  El cráneo estaba pintado de negro excepto los dientes, que eran dorados.  Tenía unos pendientes baratos atornillados al hueso, y lo ungía una tosca corona de alambre pintado.
-Ésta es la Santa Muerte- dijo Neddo-.  Suele representársela como un esqueleto o un cráneo decorado, a menudo rodeado de ofrendas o velas.  Le gusta el sexo, pero como no tiene carne, aprueba los deseos de los demás, y vive a través de ellos.  Viste ropa estridente, y luce anillos en los dedos.  Le gusta el whisky a palo seco, el tabaco y el chocolate.  En lugar de cantarle himnos en las misas, tocan música de mariachi.  Es la “Santa Secreta”.  Puede que la Virgen de Guadalupe sea la santa patrona del país, pero en México la gente es pobre y lucha por la vida, y recurre a la delincuencia ya sea por necesidad o por propensión.  Siguen siendo profundamente religiosos, y sin embargo tienen que quebrantar las leyes de la Iglesia y del Estado para sobrevivir, si bien se trata de un Estado que consideran corrupto hasta sus raíces.  La Santa Muerte les permite conciliar sus necesidades y sus creencias.  Le han dedicado santuarios en Tepito, en Tijuana, en Sonora, en Juárez, dondequiera que se congreguen los pobres.
-Eso parece una secta.
-Es una secta.  La Iglesia católica ha condenado su adoración por considerarla un rito satánico; y si bien yo tengo grandes dificultades con esa institución, no resulta difícil darse cuenta de que en este caso su postura queda bastante justificada.  La mayoría de quienes le rezan buscan simplemente que los proteja del mal.  Hay otros que solicitan su beneplácito antes de infligir el mal a otros.  El culto ha cobrado fuerza ente los peores hombres: narcotraficantes, tratantes de blancas, proveedores de prostitución infantil.  Hubo una oleada de asesinatos en Sinaloa hace unos meses en la que murieron más de cincuenta personas.  La mayoría de los cadáveres presentaban la imagen de la Santa en tatuajes, o en amuletos y anillos. –Alargó la mano y quitó un poco de polvo de debajo de las cuencas vacías del ícono. –Y lo peor todavía está por verse –concluyó-. ¿Más té?”


John Connolly, El ángel negro  Tusquets Editores S.A. Buenos Aires 2013, páginas 327/328. 


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