miércoles, 11 de marzo de 2015

     La persistencia en el maltrato.


     Es habitual en el mundo real, en el ejercicio cotidiano de mi trabajo civil, ser testigo involuntario de casos de maltrato sistemático y claramente consentido por la víctima ocasional.  No hablo de la hoy popular y correctísima políticamente “violencia de género”, sino del democrático maltrato que afecta a ambos sexos sin discriminar y desde tiempo inmemorial. 

     Hablo de hombres y mujeres  que se someten “voluntariamente” (por así decirlo) al maltrato emocional y físico en vínculos afectivos enfermos por miedo a la soledad, a las limitaciones económicas o al convencimiento de que se lo merecen y que no tienen chance de sostenerse por su cuenta si se salen de donde están. 

     Hablo de hombres y mujeres  que se someten “voluntariamente” al maltrato laboral, aceptando ser reducidos a poco más que esclavos agradecidos de su esclavitud, conviviendo diariamente con el agravio psicológico, el riesgo físico y el deterioro de la salud en el cumplimiento de tareas que canjean por sueldos míseros pero seguros, aceptando esas condiciones casi inhumanas por miedo a perder ese trabajo, a quedarse sin ingresos con que sostener a sus familias y en la convicción de que serán incapaces de obtener otro empleo si pierden ese. 

     Hablo de hombres y mujeres que como ciudadanos soportan estoicamente  mamarrachos populistas porque hemos sido domesticados al punto de creer que si elevamos la voz contra la corrupción, la ineficacia y el abuso de poder seremos estigmatizados como golpistas y traidores,  de “querer que vuelvan los milicos”.  (No, señor.  Yo no quiero que vuelva nadie:  sólo pretendo algo mejor que este sistema supuestamente democrático; quiero el avance y la superación de las instituciones y del sistema republicano.  Niego el dogma de que el voto popular es la voz de dios.  El voto popular llevó a Hitler a la Cancillería.  El voto popular no es garantía de nada.  Necesitamos instituciones que se controlen y rindan cuentas.  En una república somos todos iguales aunque algunos estén donde están por que los votan y otros jamás deliremos con un carguito público -y una beca de por vida- y estemos más que contentos con ser simples ciudadanos que ejercen sus derechos a exigir la aplicación de la ley y a obligar a cumplir la Constitución  a  sus circunstanciales gobernantes.)


   ¿Vocación de víctima?  Instinto de supervivencia: no se puede vivir peleando todo el tiempo.  Uno escoge que batallas librar y a las otras las deja pasar dándose por vencido desde el vamos. Bandera blanca y cabeza gacha.  No se puede contra todo, uno elige y espera.  Vamos viviendo como podemos optando de mal menor en mal menor.  El sentido común nos avisa que es imposible lo que queremos y que debemos tratar de remendar y resignarnos a lo que nos tocó en el sorteo.  Somos seres condenados a los límites.

     El  hecho incuestionable es que todos, en mayor o menor medida, aceptamos el maltrato y nos mantenemos dentro de situaciones conocidas, de las que sabemos a ciencia cierta que nos provoca daños, y que aun así volvemos reiteradamente a cumplir los rituales que acaban invariablemente dañándonos.  En lo personal, soy un poco fastidiosa y huraña para permitir el maltrato en mis relaciones personales, pero soy muy abierta al momento de permitirlo en mi carrera en el arte.  De nuevo, se escogen batallas:  peleo en el ámbito que me considero más vulnerable y dejo hacer donde mi seguridad (¿arrogancia?) me aconseja: Ladran, Sancho…


     Hace un par de días atrás se difundió en algunos medios la convocatoria de la Fundación Proa a “jóvenes curadores” para presentar proyectos para su Espacio Contemporáneo.  Una amiga –digna de mí: aun más rara y desquiciada que yo- me vino con la idea de presentarse ella como “curadora(-¿Y quién dice que no soy una joven curadora en su primerísima acción? – Obviamente yo no iba a ser quién le dijera que ni era precisamente joven ni que sus antecedentes en el mercado bursátil le daban un aspecto demasiado elegante y culto para ser creíble en ese métier-) y que su propuesta sería mi siempre inconcluso Ragnarök.

     Si bien discutir esa cuestión fue una óptima excusa para reírnos un buen rato, brindar más de un par de veces y elaborar en el aire una gloriosa parafernalia, yo no iba a prestarme a un nuevo maltrato de las instituciones del establishment cultural local.  Ya sé que me rechazan, ¿para qué darles otra oportunidad de confirmarlo?  Sí, es cierto, sigo participando en alguna que otra convocatoria del circuito oficial sabiendo de antemano que no tengo ni la más mínima posibilidad, pero lo hago, digamos, a lo sumo unas cinco veces al año.  Tengo un tope al maltrato voluntario.  ¿Por qué? Para confirmar que todos tenemos en claro que yo no tengo nada que hacer ahí, pero sin llegar al extremo de que el rechazo me importe demasiado.  Nunca seré envío oficial de la Bienal de Venecia.  Ya sabemos cuál es mi lugar: la periferia, el medio pelo y la intrascendencia.

      Mi amiga, cuando ya no quedaba qué beber, sentenció con su sabiduría de brooker bursátil que tiene muy claro cuándo vender y tomar ganancias: -Lo que te faltó siempre fue un padrino.  Y un buen publicista…  A esas alturas no me daba pudor cantar todo lo mal que canto un fragmento de Sabina:  “…si la chiquita de Mariquita Pérez 
 tuviera un buen padrino,
 los productores, que saben de mujeres,
 le darían un papel.
  Pezón de fresa, lengua de caramelo,
 corazón de bromuro,
 supervedette, puta de lujo, modelo,
 estrella de culebrón,
 había futuro, en las pupilas hambrientas
 de los hombres maduros,
 enamorarse un poco más de la cuenta
 era una mala inversión.”  

Joaquín Sabina, Barbi Superestar.





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