La
persistencia en el maltrato.
Es
habitual en el mundo real, en el ejercicio cotidiano de mi trabajo civil, ser
testigo involuntario de casos de maltrato sistemático y claramente consentido
por la víctima ocasional. No hablo de la
hoy popular y correctísima políticamente “violencia
de género”, sino del democrático maltrato que afecta a ambos sexos sin discriminar y desde tiempo inmemorial.
Hablo de
hombres y mujeres que se someten “voluntariamente” (por así decirlo) al maltrato
emocional y físico en vínculos afectivos enfermos por miedo a la soledad, a las
limitaciones económicas o al convencimiento de que se lo merecen y que no tienen
chance de sostenerse por su cuenta si se salen de donde están.
Hablo de
hombres y mujeres que se someten “voluntariamente” al maltrato laboral, aceptando
ser reducidos a poco más que esclavos agradecidos de su esclavitud, conviviendo
diariamente con el agravio psicológico, el riesgo físico y el deterioro de la
salud en el cumplimiento de tareas que canjean por sueldos míseros pero
seguros, aceptando esas condiciones casi inhumanas por miedo a perder ese
trabajo, a quedarse sin ingresos con que sostener a sus familias y en la
convicción de que serán incapaces de obtener otro empleo si pierden ese.
Hablo de
hombres y mujeres que como ciudadanos soportan estoicamente mamarrachos populistas porque hemos sido
domesticados al punto de creer que si elevamos la voz contra la corrupción, la
ineficacia y el abuso de poder seremos estigmatizados como golpistas y traidores,
de “querer que vuelvan los milicos”. (No, señor.
Yo no quiero que vuelva nadie: sólo
pretendo algo mejor que este sistema supuestamente democrático; quiero el
avance y la superación de las instituciones y del sistema republicano. Niego el dogma de que el voto popular es la
voz de dios. El voto popular llevó a Hitler a la Cancillería. El voto popular no es garantía de nada. Necesitamos instituciones que se controlen y
rindan cuentas. En una república somos
todos iguales aunque algunos estén donde están por que los votan y otros jamás
deliremos con un carguito público -y una
beca de por vida- y estemos más que contentos con ser simples ciudadanos que
ejercen sus derechos a exigir la aplicación de la ley y a obligar a cumplir la
Constitución a sus circunstanciales gobernantes.)
¿Vocación
de víctima? Instinto de supervivencia:
no se puede vivir peleando todo el tiempo.
Uno escoge que batallas librar y a las otras las deja pasar dándose por
vencido desde el vamos. Bandera blanca y cabeza gacha. No se puede contra todo, uno elige y
espera. Vamos viviendo como podemos
optando de mal menor en mal menor. El
sentido común nos avisa que es imposible lo que queremos y que debemos tratar
de remendar y resignarnos a lo que nos tocó en el sorteo. Somos seres
condenados a los límites.
El hecho incuestionable es que todos, en mayor o menor medida, aceptamos el maltrato y nos
mantenemos dentro de situaciones conocidas, de las que sabemos a ciencia cierta que nos
provoca daños, y que aun así volvemos reiteradamente a cumplir los rituales que
acaban invariablemente dañándonos. En lo
personal, soy un poco fastidiosa y huraña para permitir el maltrato en mis relaciones
personales, pero soy muy abierta al momento de permitirlo en mi carrera en el
arte. De nuevo, se escogen batallas: peleo en el ámbito que me considero más
vulnerable y dejo hacer donde mi seguridad (¿arrogancia?) me aconseja: Ladran,
Sancho…
Hace un
par de días atrás se difundió en algunos medios la convocatoria de la Fundación Proa a “jóvenes curadores” para presentar proyectos para su Espacio
Contemporáneo. Una amiga –digna de mí:
aun más rara y desquiciada que yo- me vino con la idea de presentarse ella como
“curadora” (-¿Y quién dice que no soy una joven
curadora en su primerísima acción? – Obviamente yo no iba a ser quién
le dijera que ni era precisamente joven ni que sus antecedentes en el mercado bursátil
le daban un aspecto demasiado elegante y culto para ser creíble en ese métier-) y que su propuesta sería mi
siempre inconcluso Ragnarök.
Si
bien discutir esa cuestión fue una óptima excusa para reírnos un buen rato,
brindar más de un par de veces y elaborar en el aire una gloriosa parafernalia, yo no
iba a prestarme a un nuevo maltrato de las instituciones del establishment cultural
local. Ya sé que me rechazan, ¿para qué
darles otra oportunidad de confirmarlo?
Sí, es cierto, sigo participando en alguna que otra convocatoria del
circuito oficial sabiendo de antemano que no tengo ni la más mínima
posibilidad, pero lo hago, digamos, a lo sumo unas cinco veces al año. Tengo un tope al maltrato voluntario. ¿Por qué? Para confirmar que todos tenemos en
claro que yo no tengo nada que hacer ahí, pero sin llegar al extremo de que el rechazo me importe demasiado.
Nunca seré envío oficial de la Bienal
de Venecia. Ya sabemos cuál es mi
lugar: la periferia, el medio pelo y la intrascendencia.
Mi amiga, cuando ya no quedaba qué beber,
sentenció con su sabiduría de brooker bursátil que tiene muy claro cuándo
vender y tomar ganancias: -Lo que te faltó siempre fue un
padrino. Y un buen publicista… A esas alturas no me daba pudor cantar todo
lo mal que canto un fragmento de Sabina: “…si la chiquita de Mariquita Pérez
tuviera un buen padrino,
los productores, que saben de mujeres,
le darían un
papel.
Pezón de fresa, lengua de
caramelo,
corazón de bromuro,
supervedette, puta de lujo, modelo,
estrella
de culebrón,
había futuro, en las pupilas hambrientas
de los hombres
maduros,
enamorarse un poco más de la cuenta
era una mala inversión.”
Joaquín
Sabina, Barbi Superestar.
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