viernes, 20 de marzo de 2015

          ¿De qué viven los artistas?  Si, bueno, pero: ¿y de qué viven todos los demás (galeristas, art-dealers, críticos de arte, curadores independientes, gurúes culturales, editores de publicaciones especializadas  y divulgadores varios)?.


     Soy la primera en reconocer que si bien soy artista (lo soy porque vivo como si lo fuera: el arte es mi prioridad y centro real de mis acciones) no vivo del arte.  Genero los ingresos necesarios para mi manutención y el soporte económico de mi carrera artística (¿lo dije ya?, pintar es muy caro…) haciendo otra cosa que nada tiene que ver con el arte.  Otra cosa que preferiría no hacer pero que hago porque así es la vida y ganarás el pan con el sudor de tu frente…  Reparto mi tiempo entre lo que hago inevitablemente para vivir y mi vida por elección y devoción.  Dualidad forzada por el sentido común, pero un doblez soportable,  con el que se puede convivir sin mucho escándalo, y que le asegura la libertad a nuestra obra de ser sin condicionamientos.

     Es habitual leer en blogs y publicaciones culturales el análisis de este quid de la cuestión: ¿de qué vivimos los artistas?  Talleres, docencia, artesanías, diseños para publicidad, empleo público en alguna oscura y perdida oficina administrativa.  Es una cuestión ya un poco reiterativa y obvia: no, no se vive del arte.  Hacerlo es la excepción de un puñado de talentosos  o de muy afortunados.  Pero es menos habitual la pregunta ¿de qué viven todos los otros jugadores del mercado del arte?

     Si me preguntan a mí (si fuera inteligente y tuviera un publicista a mi lado –al que le hiciera caso- no aceptaría que me preguntaran eso) puedo responder en base a mi experiencia personal.  Diría sin dudar y con pruebas en mano con las que fundamentarme: viven de los artistas.


     Los galeristas (esos tenderos de aire sofisticado y culto) viven de los artistas.  Con el discurso de que ellos intermedian en el conocimiento de la obra y su colocación en manos de coleccionistas que prestigian y cotizan, suelen cobrar tanto para exhibir la obra como en porcentajes –sustanciales- de cualquier eventual venta. 

    Como se vende poco (no se vende arte con la profusión con la que se vende, digamos, alitas de pollo frito en un cucurucho de cartón o choripanes a la puerta de un estadio), el galerista debe sostener su inversión (alquiler de  un local, suministro eléctrico y una computadora con internet para “difundir” en las redes sociales su gestión) cobrándole al artista un canon por tener su obra expuesta por unos, promedio,  quince días corridos.

     Las galerías, es evidente, son un negocio.  Una tienda.  No una especie de Ejército de Salvación para desahuciados seres sensibles incomprendidos por el universo (nosotros, los artistas).  Hacen negocios con un único objetivo: hacer dinero.  Y siendo escasa la chance de vender suficiente obra como para hacer reales  comisiones redituables, la única forma de hacer caja es que el artista pague por exhibir  en su espacio.

     Y los artistas pagamos.  ¿Por qué?  Porque el espectador es parte necesaria en el discurso de la obra.  Uno pinta por necesidad comunicacional, pero si no está el receptor el dialogo se frustra.  Por más arisco y autista que sea el artista, necesita la mirada ajena.  Y se cae en el único camino cierto que es buscar una galería de medio pelo que pueda ser cubierta por nuestro magro presupuesto y pagar para mostrar lo que hacemos.


     Los galeristas –salvo excepciones que no he tenido el gusto de conocer, pero la mitología reseña su presunta existencia- no hacen un desaforado esfuerzo por dar a conocer al gran público la existencia de sus artistas de turno.  No invierten en folletería o elaborados catálogos (si lo hacen le están cobrando al artista la impresión), ni remiten invitaciones en papel y a la antigua  para convocar a las inauguraciones.  El catering del vernissage suele ser un par de botellas de vino de medianía (generalmente conseguidas por el artista), gaseosa de segundas marcas y algún jugo diluido.  Nada de publicidad paga en los medios tradicionales.  Sólo un par de mails y comentarios en Twitter y Facebook.  Ese es el paquete que se vende como servicio estándar en muchas (¡muchísimas!) de las galerías de BAires.  Y si uno es una persona jodida, que no cree en nada, que adora hacer análisis descarnado de la realidad aun a su propia costa, y se pasea durante la semana por las distintas galerías porteñas verá la absoluta ausencia de público y hasta ausencia de galeristas: no están abiertas en horarios fijos y normales ni propenden a atraer visitas más allá de las que el mismo artista lleva (por afecto o lástima) el día de inauguración.

     ¿De qué viven las galerías?  El mito urbano habla, desde que yo tengo uso de razón, de negocios non sanctos en la zona de trastienda. No me consta (de momento).  Sí puedo dar fe de que viven de los artistas: yo he pagado de mi bolsillo cada vez que colgué en una galería.  Voluntariamente, claro.  Sin ningún tipo de malentendidos: jamás me prometieron más de lo que me dieron.  Pero siempre pagué.  En este ecosistema, el artista vive de lo que sea y el galerista del artista.  Somos el eslabón más frágil y, sin embargo, el que sustenta todo el andamiaje que sobre nosotros se construye.

    Y para colmo, se pretende  que de eso no se hable, nos inculcan el debido pudor para no contar que si llegamos a tal o cual galería lo hacemos pagando.  Como si fuera un desmérito para nosotros, un tácito reconocimiento de nuestra inutilidad.  Pero que pagamos, pagamos.  Siempre.





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