¿De qué viven los artistas? Si, bueno, pero: ¿y de qué viven todos los
demás (galeristas, art-dealers, críticos de arte, curadores independientes, gurúes
culturales, editores de publicaciones especializadas y divulgadores varios)?.
Soy la
primera en reconocer que si bien soy artista (lo soy porque vivo como si lo fuera: el arte es mi prioridad y centro
real de mis acciones) no vivo del arte. Genero los ingresos necesarios para mi
manutención y el soporte económico de mi carrera artística (¿lo dije ya?, pintar es muy
caro…) haciendo otra cosa que nada tiene que ver con el arte. Otra cosa que preferiría no hacer pero que
hago porque así es la vida y ganarás el
pan con el sudor de tu frente… Reparto
mi tiempo entre lo que hago inevitablemente para vivir y mi vida por elección y
devoción. Dualidad forzada por el
sentido común, pero un doblez soportable, con el que se puede convivir sin mucho
escándalo, y que le asegura la libertad a nuestra obra de ser sin
condicionamientos.
Es
habitual leer en blogs y publicaciones culturales el análisis de este quid de
la cuestión: ¿de qué vivimos los artistas?
Talleres, docencia, artesanías, diseños para publicidad, empleo público
en alguna oscura y perdida oficina administrativa. Es una cuestión ya un poco reiterativa y
obvia: no, no se vive del arte. Hacerlo
es la excepción de un puñado de talentosos
o de muy afortunados. Pero es
menos habitual la pregunta ¿de qué viven todos los otros jugadores del
mercado del arte?
Si me
preguntan a mí (si fuera inteligente y
tuviera un publicista a mi lado –al que le hiciera caso- no aceptaría que me
preguntaran eso) puedo responder en base a mi experiencia personal. Diría sin dudar y con pruebas en mano con las
que fundamentarme: viven de los artistas.
Los galeristas (esos
tenderos de aire sofisticado y culto) viven
de los artistas. Con el discurso de
que ellos intermedian en el conocimiento de la obra y su colocación en manos de
coleccionistas que prestigian y cotizan, suelen cobrar tanto para exhibir la
obra como en porcentajes –sustanciales- de cualquier eventual venta.
Como se vende poco (no se vende arte con la profusión con la que se vende, digamos, alitas
de pollo frito en un cucurucho de cartón o choripanes a la puerta de un estadio),
el galerista debe sostener su inversión (alquiler de un local, suministro eléctrico y una
computadora con internet para “difundir”
en las redes sociales su gestión) cobrándole al artista un canon por tener su obra
expuesta por unos, promedio, quince días
corridos.
Las
galerías, es evidente, son un negocio.
Una tienda. No una especie de Ejército
de Salvación para desahuciados seres sensibles incomprendidos por el universo
(nosotros, los artistas). Hacen negocios
con un único objetivo: hacer dinero. Y
siendo escasa la chance de vender suficiente obra como para hacer reales comisiones redituables, la
única forma de hacer caja es que el artista pague por exhibir en su espacio.
Y los
artistas pagamos. ¿Por qué? Porque el espectador es parte necesaria en el
discurso de la obra. Uno pinta por
necesidad comunicacional, pero si no está el receptor el dialogo se frustra. Por más arisco y autista que sea el artista,
necesita la mirada ajena. Y se cae en el
único camino cierto que es buscar una galería de medio pelo que pueda ser
cubierta por nuestro magro presupuesto y pagar para mostrar lo que hacemos.
Los
galeristas –salvo excepciones que no he
tenido el gusto de conocer, pero la mitología reseña su presunta existencia-
no hacen un desaforado esfuerzo por dar a conocer al gran público la existencia de sus
artistas de turno. No invierten en
folletería o elaborados catálogos (si lo
hacen le están cobrando al artista la impresión), ni remiten invitaciones
en papel y a la antigua para convocar a
las inauguraciones. El catering del
vernissage suele ser un par de botellas de vino de medianía (generalmente
conseguidas por el artista), gaseosa de segundas marcas y algún jugo
diluido. Nada de publicidad paga en los
medios tradicionales. Sólo un par de
mails y comentarios en Twitter y Facebook.
Ese es el paquete que se vende como servicio estándar en muchas (¡muchísimas!)
de las galerías de BAires. Y si uno es
una persona jodida, que no cree en nada, que adora hacer análisis descarnado de
la realidad aun a su propia costa, y se pasea durante la semana por las
distintas galerías porteñas verá la absoluta ausencia de público y hasta
ausencia de galeristas: no están abiertas en horarios fijos y normales ni
propenden a atraer visitas más allá de las que el mismo artista lleva (por
afecto o lástima) el día de inauguración.
¿De qué
viven las galerías? El mito urbano
habla, desde que yo tengo uso de razón, de negocios non sanctos en la zona de
trastienda. No me consta (de momento).
Sí puedo dar fe de que viven de los artistas: yo he pagado de mi
bolsillo cada vez que colgué en una galería.
Voluntariamente, claro. Sin
ningún tipo de malentendidos: jamás me prometieron más de lo que me
dieron. Pero siempre pagué. En este ecosistema, el artista vive de lo que
sea y el galerista del artista. Somos el
eslabón más frágil y, sin embargo, el que sustenta todo el andamiaje que sobre nosotros se construye.
Y para colmo, se pretende que de eso no se hable, nos inculcan el debido pudor para no contar que si llegamos a tal o cual galería lo hacemos pagando. Como si fuera un desmérito para nosotros, un tácito reconocimiento de nuestra inutilidad. Pero que pagamos, pagamos. Siempre.
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