¡Que sea una isla, por favor!
“Llegó el momento-dijo la Morsa-
De
hablar de muchas cosas:
De
zapatos… barcos… y lacre…
De
repollos… y de reyes…
Y
de por qué el mar hierve…
Y
de si los cerdos tienen alas.”
Lewis
Carroll, A través del espejo y lo que
Alicia encontró allí Los Libros de
Alicia Ediciones de la Flor, Buenos Aires 1998, página 158.
Mi
versión personal de ese fragmento (memorizada de cuando leí un resumen de las
historias de Alicia en una revista de historietas allá en mi niñez) es “Ha
llegado la hora, le dijo la Morsa al Carpintero, de que hablemos de otras cosas…”,
frase que uso habitualmente para cerrar la etapa de divague o de
reiteración y adentrarme al fondo de la cuestión. Mi prólogo para ir directo “a las cosas” como aconsejaba Ortega y Gasset.
Acabada la experiencia ferial, vuelvo al
trabajo interno en mi taller y acomodo los caballetes que amontoné en un rincón
para hacer el lugar necesario para el embalaje de las obras que se fueron de
paseo a La Plata.
Y de golpe,
con la distancia que pone en evidencia mi importante miopía, miro la obra que
estoy a punto de terminar y veo una mancha resplandeciente. Junto con el pánico que me impide acercarme
lo necesario para ver bien (de cerca, mi visión es casi impecable) un ruego me
retumba en la cabeza: Que sea una isla,
por favor… que sea una isla… que sea una isla...
Me aproximo y compruebo, ¡alabados sean todos los dioses y todas las musas de todos los credos!,
qué, efectivamente, ¡era una isla!
Y por un
instante, esos ojos verdes que durante
todo el tiempo que he estado trabajando en ella me han parecido fríos y
distantes, se me están riendo a carcajadas.
Me la quedo mirando, al acecho, pero enseguida volvió a su indiferencia. ¿Fue una ilusión óptica, un reflejo, o una de
esas alucinaciones patológicas que me empeño en llamar exceso de imaginación? No
sé. La terminé hace un rato, con
absoluta desconfianza. Necesito poner distancia entre nosotras, por las dudas.
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