jueves, 5 de marzo de 2015


El arte contemporáneo es una enorme maniobra de propaganda.
 

 
       -No es cierto – me dice. – Esa afirmación es una generalidad, que,  como toda manifestación genérica, está condenada a la inmediata desacreditación ante los ejemplos concretos. 

    Claro.  ¿Qué otra cosa podría decir un publicista? (encima uno que es en realidad psicólogo social, así que además de falso publicista es un traidor a sus orígenes).  Y aunque yo hago evidente que no me interesa su argumento igual me lo da, porque adhiere con fe al principio de que algo de todo queda.  El miente, miente de Goebbels.

    -La publicidad es sólo una herramienta, el mecanismo de abrir una puerta para que el trabajo de un artista sea conocido por otras personas.  El arte es una actividad privada, solitaria, compleja y de proceso intimista.  El público, en líneas generales, no tiene la bola de cristal.  ¿Cómo puede conocer la obra de un artista si no se la muestran?  ¿Si no le cuentan de donde viene ese autor, quién lo valora y quién ha comprado su trabajo?  ¿Si no le dicen quién es y hasta dónde  puede llegar?

     Veo la trampa, ¡hasta la puedo oler!  Pero caigo igual.  Soy previsible cuando se trata de provocar mis prejuicios.  Le refuto con demasiado entusiasmo para no resultar un poco patética:

     -Todo estaría muy lindo si la información que se publicitara fuera cierta.  El punto es que ustedes no dan data, ¡crean literatura fantástica!  Y lo peor es que se apoyan en la ignorancia, la ingenuidad y el snobismo de un público que no sabe ni quiere aprender y que consume la presunta bosta masticada que le dan con la promesa de “pertenecer” a un mundo de fantasías berretas que ustedes mismos le inventan.  La publicidad se volvió la hermana políticamente correcta de la estafa.



     Se me ríe en la cara.  Si no hubiera qué publicitar no seríamos necesarios.  Nunca estamos antes del artista ni del mercado.  Somos una parte ínfima del juego. Además, tampoco hay garantías.  Vos y yo conocemos a mucha gente que ha invertido fortunas y no ha podido disimular su mediocridad ni por cinco minutos.

     Tiene razón también.  En las ferias o colectivas donde cualquiera que pague consigue espacio se siguen encontrando nombres de impresentables que mejor sería que invirtieran su esfuerzo, su dinero y su caradurez en una huerta casera.  La calidad decanta, sí, aun a pesar de la publicidad tendenciosa.  ¿Y cuanta responsabilidad tiene ese público que consume lo que le dicen y no lo que le gusta o lo que entiende?  Es tan difícil no dejarse tentar por la posibilidad de construir enemigos a los que atribuirles todos nuestros males, evadiéndonos de la propia responsabilidad…  La publicidad no es la única culpable del descalabre de las cosas y de que el mercado del arte tenga más de circo que de templo estético.


     Siempre acaba haciendo que yo reconozca que ni él es tal diabólico ni yo tengo tanta razón en mi fundamentalismo.  El dichoso punto medio.  La publicidad honesta que convoca y acerca, la que sólo presenta lo que en realidad es y hay.  Y que el siglo venidero sea testigo de mi gloria y mi razón…
    

    

    

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