viernes, 6 de marzo de 2015

Cultura versus naturaleza.

    


     Fue mala idea intentar bajar hasta el subsuelo del Starbucks de Uruguay y Lavalle.  Ello teniendo en cuenta lo levemente empinada de la escalerita, mi rodilla maltrecha de limitada movilidad, con un mismo brazo sosteniendo mi carpeta de trabajo y mi balde de macchiato caramel (con leche descremada), las servilletitas de papel y los sobrecitos de edulcorante, mientras que con la otra mano me agarraba del pasamano so riesgo –altamente probable- de irme de cabeza para abajo.  No le habían puesto la bandita de cartón al vaso para sostenerlo (ni yo las encontré a la vista para proveerme de una por mi cuenta), y a mitad del dificultoso descenso ya me estaba quemando los dedos.  Temiendo que el instinto me hiciera aflojar el agarre resistí a fuerza de dignidad, demostrando que la cultura vence de vez en cuando a la naturaleza.  Mi temor al ridículo de desparramarme el café encima superó al dolor de la quemadura que me enrojece ahora el dedo pulgar.  Estaré dolorida pero seca, compuesta e impertérrita.  Genio y figura hasta la sepultura decía uno de mis abuelos que acusaba un resabio catalán en su ADN.

  


     Cultura versus naturaleza. Las ciencias duras versus las humanidades.  Ese antagonismo, que alguna vez creí un cliché, es en la vida real una cuestión de todos los días.  Por deformación artística (y obstinada fe en la trascendencia del arte) adhiero a la preferencia por una humanidad  que evoluciona constantemente y a la cultura –múltiple y mutable- que va legándose de generación en generación como elocuente alegato de ello.


     Pero entonces aparece la noticia de que los ISIS están arrasando la mítica ciudad de Nimrod  y de vuelta se constata como los instintos más primitivos y atávicos se sobreponen sobre el alma y la espiritualidad.  La naturaleza venció a la cultura.  Dan ganas de llorar…  Tanta pasión y vida de manos anónimas que habían alcanzado la inmortalidad histórica exterminada por las topadoras  de una ideología circunstancial y seguramente efímera.  ¿Es tan débil el dios que los guía que no puede aceptar la competencia de unas piedras exquisitamente talladas por un pueblo ya perdido en los tiempos?  ¿Un dios tan débil merece tanta sangre para simular su poder? Supongo que por atea, mestiza y occidental estoy vedada de comprender.  ¿Vivirá esta gente mejor sin Nimrod?  ¿Tendrán más salud, educación y paz en virtud de esa ausencia? Espero que sí, porque si no todo sería incomprensible y ese dios a más de débil se develaría como absolutamente desquiciado.



 

     Naturaleza versus cultura.  Recuerdo que hace años, al visitar por primera vez el British Museum, al entrar a la sala donde se exhiben los fragmentos del Friso del Partenon exclamé en voz alta, entre el asombro y la indignación: “¡Se lo han robado todo!”.  Entonces, muy joven yo (y ya se sabe: a los veinte se es de izquierda, después de los cuarenta uno tuerce a la derecha y se vuelve conservador) sentí un incontenible disgusto por la estirpe pirata y saqueadora que se respiraba en todo el Museo -el Museo que más me ha fascinado de todos lo que he visitado-.  “Pero no cobran entrada”- me hicieron notar.  ¡Claro!, ¿cómo podrían cobrar entrada? 


     Pero siendo honesta, me remordía la conciencia por mi crítica exaltada y pública y el extremo e íntimo disfrute que experimentaba en el paseo demorado de sala en sala, en auténtico éxtasis. 

     Todo estaba ahí.  Cada imagen vista en los libros de historia de los que estudié en la escuela.  Cada testimonio de los paradigmas de los textos de antropología cultural que venía acumulando en mi biblioteca personal.  Cada resabio arqueológico de esos lugares históricos de los que me había enamorado en las películas épicas vistas en TV los sábados a la tarde durante mi infancia.  Todo.  Una maravilla deslumbrante éticamente reprobable, porque, se sabe, el expolio cultural debe ser siempre condenado.  La piratería es mala, mala, mala.  Los ingleses tiene demasiadas cosas que devolver (entre ella Las Malvinas).  Pero el botín de su saqueo estaba a salvo, conservado para la humanidad que podía disfrutarlo (sin pagar entrada). 




 

     Yo vi en el Museo Británico los toros alados que quizá ya no estén en Nimrod.  Y entonces toda valoración y juicio ético se me escapa y sólo quedan las lágrimas de impotencia por lo que se está destruyendo en nombre de una fe que no entiendo y de un dios que no luce desde aquí y a la vista de los actos cometidos en su nombre muy digno de divinidad…




 


 

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