Justificación
–poética- del maltrato.
Sé que en
mi caso la invitación al maltrato
deviene de dos condiciones propias e inevitables: una, que soy mujer -y por
alguna razón cuyo fundamento desconozco ser mujer autoriza a cualquier idiota a
ser condescendiente y abusivo-; dos, soy una persona amable y cortés,
por lo que no reacciono ni a la primera ni a la segunda provocación. Requiere una considerable cantidad de
provocaciones, continuas y sostenidas, para hacerme entrar en el calendario de
un día de furia. Y cuando esto pasa suelo quedar muy afligida:
no peco de bien educada cuando se desatan las Furias, soy demasiado lo que soy:
una chirucita de Lanús capaz de
hacer sonrojar con su vocabulario a un estibador portuario. Un horror.
Por eso evito dejar salir de paseo a mi guerrero interior y permito
cierta cuota excesiva de maltrato diariamente.
El catecismo de mi infancia perdura junto a la letra de La
Farolera canturreándome desde el recuerdo que bienaventurados los mansos y
bienaventurados los que sufren…
El padecer maltrato tiene buena prensa; el ser la víctima te asegura ser
el protagonista en el “relato”
judeo-cristiano.
He comprobado en la práctica que las personas
que más se benefician en la utilización despiadada de otros y logran lo que
quieren sin mérito ni esfuerzo, son precisamente esas personas que viven haciéndose
las víctimas. Pobres, siempre tienen problemas,
todos están contra ellos, han sufrido más que el resto; el universo entero se
ha complotado para su destrucción pero pese a ello, siguen adelante con
abnegación y sin proferir una queja –excepto cuando se están quejando que es
todo el tiempo-. Aplican a rajatabla la
cita de Discepolo: “el
que no llora no mama…” Cumplen
al pie de la letra, de modo público y
notorio, la buenaventuranza del sufriente.
Ser un mártir
es el sumun: sufrir por amor, por
principios, por el deber, por los padres o por los hijos… Sufrir porque siempre nos traicionan, porque
nos dejan, porque no nos valoran… Sufrir
porque no nos han dado el lugar que nos merecemos…
He oído
(sigo oyendo, mi trabajo civil consiste mayoritariamente en oír a gente cuya
vida ni me interesa ni viene al caso), decir: “con todo lo que me pasó…”, “con todo lo que me hicieron…”, “yo
vine al mundo para sufrir…”, “porque me tocó a mí tener que pasar por todo
esto…”. Vivo rodeada de víctimas. Víctimas orgullosas de ser víctimas. Víctimas que han entendido que el presunto
maltrato que padecen abre más puertas que la dignidad de pararse sobe los dos
pies y hacerse cargo de culpas y consecuencias.
Alguna
vez –hace realmente muchísimo tiempo- intenté entender cómo funcionaba ese
asunto de hacer del sufrimiento sistemático un modo exitoso de vida. Pero pronto descubrí otro de mis límites
infranqueables: soy demasiado hedonista para siquiera poder acercarme a alguien
que hace un culto de quejarse y que a sabiendas y con toda intención se rodea
de gente y se coloca en situaciones para ser objeto continuo de maltrato. Obvia aclarar que ese tipo de gente ha
logrado en su vida mucho más que yo y con menos esfuerzo. Llanto
y rezo. Yo fui (mal) formada por Almafuerte: “…Haz como Dios, que nunca llora, o como
Lucifer, que nunca reza…”
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