La
divulgación de la obra bis.
Dada mi
edad es lógico que no sea una fundamentalista 2.0 (lo que para los de
mi generación sería ser una loca de las
computadoras). Acepto con sabia
resignación que la tecnología se ha insertado en la vida cotidiana de modo
inescindible y que luchar contra ella es batalla perdida antes de calzarse el uniforme
de guerra. Es lo que hay y a hacerse cargo.
Negar que hoy mitad de la vida circula de modo virtual es una forma de
ejercer la necedad y desperdiciar el poco tiempo del que uno dispone para
aprender y ponerse a la altura de los tiempos.
Si bien
sigo sosteniendo que el arte requiere sí o sí de la experiencia personal
en la coincidencia física, una gran
parte de todo lo demás se ha mudado a la web.
Uno ve como hasta los grandes museos del mundo debaten el cómo llegar al público
e interactuar con éste vía internet, que
la crítica y promoción de distintos eventos culturales se mueve en un 80% (o
más) en las redes sociales y que los benditos costos (que hasta para las
grandes instituciones son tan el quid de la cuestión como para cualquiera de
nosotros) se reducen y pueden tornarse más efectivos si se encuentra el modo de
utilizar a la Word Wide Web de modo
astuto y creativo. Ya sé, lo
comparto: no es lo mismo que visitar el Museo del Prado y ponerse a temblar de
emoción frente a un Goya; las imágenes
no-son-lo-mis-mo
que la obra maestra que reproducen.
Pero no todo el mundo puede viajar, porque es caro, porque es lejos,
porque físicamente no es viable.
Entonces la experiencia virtual puede enriquecerse de modo que se
acerque lo máximo a lo real. No será lo
mismo pero puede ser mucho. Y la cultura es eso: la eterna posibilidad
de más.
Para el
artista, el medio virtual es una herramienta muy útil (y de muy bajo costo) para
difundir la obra propia. No sólo por la
chance de subir imágenes, sino por la posibilidad de estar actualizado casi al
día de las convocatorias a concursos, becas y residencias, seguir las
programaciones de muestras, ver las
actividades de los museos y grandes espacios de arte, acceder a las
publicaciones especializadas –esas que no llegan en papel al país o que por su
valor son incomparables-, seguir el trabajo de otros artistas a los que se
admira, enterarse de las alternativas de la movida artística en otras partes del
mundo, y hasta trabar amistad e intercambio fructífero con colegas en la otra
punta del planeta que fuera de la web sería imposible haber conocido.
Antes,
sólo aquel que con dinero o buena fortuna (una beca) podía viajar lograba tener
una visión más global del arte de su época, descubrir nuevas movidas o
adentrarse en las tendencias en formación.
Hoy ya no hay privilegiados: frente a la pantalla de la computadora si
uno tiene ganas, algo de tiempo y suficiente interés puede recabar información
y adquirir conocimientos que antes sí eran casi exclusivos de una pequeña
elite. Si ahora la cultura sigue siendo
propiedad de una pequeña porción de la población es por pura elección, la
accesibilidad al dato que permite internet ha democratizado el conocimiento (aunque siga siendo poca la gente que quiera hacer ejercicio de ese derecho y
posibilidad).
Ayer me discutía
alguien (alguien para el que el “resultado”
es algo que tiene que tener el signo pesos por delante sino no existe como tal)
el resultado práctico de la difusión por internet de la obra de un
artista. Su argumento se centraba en que si bien mucha
gente puede ver la imagen reproducida, mucha gente leer las gacetillas de
difusión de un evento, dar muchos “me
gusta” a una crítica virtual de una muestra, todas ellas sean probablemente personas
que no compran arte, gente que no concurre a exposiciones y, en definitiva,
gente que no tiene un interés real en las artes plásticas. Ese argumento es indiscutible: en la web no
hay selección, el acceso es libre y general.
Que en línea puede verte un millón de personas que nunca irían a una muestra
ni comprarían jamás un cuadro; que en una selecta galería pueden concurrir
veinte personas y de esas tres que efectivamente coleccionen arte y estén
predispuestos a la compra si la obra los atrae.
Cierto, cierto, cierto. Pero aquel millón de personas –público indiscriminado y tal vez ajeno al métier- sigue siendo público, siguen
siendo personas, lo que marca la posibilidad de generar el embrión de un
interés, de una pasión, el abrirles la puerta para que a futuro sean uno de esos
que concurren a las galerías y cuelgan arte en las paredes de su casa (o en la
de sus hijos o en las de sus nietos).
El arte no
pertenece al ámbito de las inmediateces.
El arte es algo que propende al tiempo, que se sigue elaborando y
conformando con el transcurrir de los años.
El verdadero público al que está destinada una obra no es el contemporáneo
de su autor. El artista suele estar
desfasado de su época. Si se está
hablado de arte, no van a existir “resultados”
prácticos inmediatos. Si hay resultados
no estamos hablando de arte sino de merchandising,
objetos de diseño o buena publicidad.
Todo muy bien, todo muy válido, pero arte NO.
La
difusión de la obra en la web permite al artista no sólo mostrar lo que hace
sino reseñar el devenir de su carrera, dejar antecedente de su evolución, asentar
testimonio de sus razones o de sus dudas.
Dejar en forma personal –sin intermediarios tendenciosos- su por
qué. Probablemente ahora no le sirva de
mucho, pero constituirá un archivo precioso si su obra logra trascender a la
urgencia del presente y postularse para perdurar en el tiempo. Y me parece que al artista real, honesto, que no entiende su vocación como una forma sofisticada de comercio, esa posibilidad es muy valiosa. Valor que no se mide en papel moneda.
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