Reflexión
privada.
Siendo
honesta conmigo misma –lo que trato invariablemente
de ser-, comencé la línea de pensamiento rememorando la conversación que
mantuve durante la Feria de La Plata
con una encantadora dama del Museo de Bellas Arte local, participante también
en el evento. Entre las muchas cosas que
conversamos, ella me comentó que mi trabajo (El Portal y las mesitas,
en principio) le habían recordado a un personaje veneciano que luego de
rebuscar el nombre en su memoria precisó: Casanova.
Si ya me sentía
harto halagada por el hecho de que alguien que hace del arte su vida cotidiana
se me acercara a interesarse por mi trabajo, que éste le despertara reminiscencias
estéticas de la Serenissima (Venecia,
no la leche) era el colmo del delirio para mi ego.
Hablamos de
máscaras e imposturas y después caímos en la cartografía, que fue uno de los
temas del que más conversé durante la Feria, corroborando que hay muchas otras
personas enamoradas de las cartas de marear.
Ahora, a
la distancia, vuelvo sobre la idea y resumo un concepto que suelo atribuirme
con cierta habitualidad: todo en mí es
tramposo. Todo es el resultado de un
malentendido y en cualquier momento alguien va a darse cuenta. Sigo la línea de pensamiento:
Para las
seis obritas que viajarán a New York
corté unos breves marquitos en passepartout
negro para asegurarles el viaje y de paso enderezar la mixtura de papeles (y
acetato) del soporte.
Los
remanentes (los seis cuadraditos recortados del centro) quedaron dando vueltas
sobre mi tablero. No resisto a los rezagos
(ni a la literal basura), tengo que
hacer algo con ellos. Como venía con esas
ganas de retornar a los retratos (entusiasmo que la pérfida de ojos verdes me
extinguió por completo: me recordó que no me gusta que mis cuadros me miren, suelen
intimidarme), en un cuadradito esbocé el rostro de Marlene Dietrich.
Espantoso. No lograba con el
grafito blanco trabajar volúmenes y desistí rápidamente.
Ahora no
sólo tenía seis cuadraditos sino uno bastante arruinado. Precisamente por recuperar el que ya había usado
empecé a trabajar con lapiceras en gel para tapar el estropicio. Mi modelo: lo que más me place: unos
barquitos en un puerto del siglo XVII.
La imagen iba a extenderse sobre los seis cuadraditos. Mientras jugué con eso, en los ratos libres
entre una cosa y otra, estuvo bien. Pero
los cuadraditos de passepartout
tenían que servir para algo concreto: iban a ser el soporte para un
desnudo. Pero para eso tenía que
fijarlos de alguna manera, porque pintar barquitos en pedazos separados es fácil
pero la figura humana requiere cierta estable continuidad.
Y
entonces llegué al punto, a lo que se ve que mi subconsciente quería desde el
principio: usar un cartón que fuera un
trabajo escolar tema “El aparato
digestivo”.
Manos
infantiles conducidas por un adulto que no había sido yo habían diagramado
sobre el cartón el consabido corte lateral del torso humano, de la boca a la
pelvis, con el dibujito coloreado en témpera del esófago, el estómago, los
intestinos y todas sus respectivas adyacencias.
¿Cómo ese cartón terminó en mi taller?
Como termina toda la basura que acumulo: me da pena tirar tanto mis
desechos como los ajenos, ofrezco guardarlos con el augurio que tal vez en algún
momento haga algo con eso y allá va a parar en la mitad de mi escaso espacio,
estorbando los movimientos y obsesionando a mi extraña imaginación.
Y esa fue
la madre del borrego: el absoluto deseo de tapar el aparato digestivo. ¿Podría comprar un cartón virgen? Por supuesto, mi limitado presupuesto alcanza
para esos gastos mínimos. Pero un cartón
virgen no me hubiera interesado. Era –es-
cuestión de convertir el aparato digestivo de manual de séptimo grado de
primaria en el cuerpo soberbio que lo recubre. Partir de la biología básica
hacia la gloria de la visión artística, mismo ser, dos modos de visualizarlo.
Así, todo
este fin de semana largo del feriado lo usé en el trajín de encubrir el páncreas
y el duodeno con cartoncitos dibujados con lapiceras fluor y restos de papel artesanal,
elaborando un soporte para un obra que haré no sé cuándo porque estoy con la
cabeza en otros trabajos que sí –se supone-tengo intención de hacer.
Y ahí va
mi tiempo y mi organización. Si alguna
vez concluyo esa obra (que ya para mis
adentros se llama La Digestión
aunque después llegue a tener un nombre elegante) nadie sabrá que todo
empezó con esta compulsión por las sobras.
Complejo de Midas, me dijo
alguna vez un psicoanalista que también me había anunciado que yo fragmentaba y
superponía imágenes porque no encontraba mi identidad. ¡Hola!
Yo soy esto, un montón de pedazos de identidades distintas y una
adoradora de los restos inútiles. No se trata de los que soy (un hecho) sino de
que las demás personas crean que hay una coherencia en mi trabajo (hecho
inexistente) y un sentido común en la totalidad de mi obra (hecho
mítico). Que desastre. ¿Por qué escribo esto? Se supone que me exorcizo, que asumo mi
rareza y sigo. ¿Qué era lo que tenía que
hacer este fin de semana?
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