sábado, 4 de abril de 2015

   Reflexión privada.



     Siendo honesta conmigo misma –lo que trato invariablemente de ser-, comencé la línea de pensamiento rememorando la conversación que mantuve durante la Feria de La Plata con una encantadora dama del Museo de Bellas Arte local, participante también en el evento.  Entre las muchas cosas que conversamos, ella me comentó que mi trabajo (El Portal y las mesitas, en principio) le habían recordado a un personaje veneciano que luego de rebuscar el nombre en su memoria precisó: Casanova.

   Si ya me sentía harto halagada por el hecho de que alguien que hace del arte su vida cotidiana se me acercara a interesarse por mi trabajo, que éste le despertara reminiscencias estéticas de la Serenissima (Venecia, no la leche) era el colmo del delirio para mi ego.

   Hablamos de máscaras e imposturas y después caímos en la cartografía, que fue uno de los temas del que más conversé durante la Feria, corroborando que hay muchas otras personas enamoradas de las cartas de marear.

     Ahora, a la distancia, vuelvo sobre la idea y resumo un concepto que suelo atribuirme con cierta habitualidad: todo en mí es tramposo.  Todo es el resultado de un malentendido y en cualquier momento alguien va a darse cuenta.  Sigo la línea de pensamiento:

     Para las seis obritas que viajarán a New York corté unos breves marquitos en passepartout negro para asegurarles el viaje y de paso enderezar la mixtura de papeles (y acetato) del soporte.


     Los remanentes (los seis cuadraditos recortados del centro) quedaron dando vueltas sobre mi tablero.  No resisto a los rezagos (ni a la literal basura), tengo que hacer algo con ellos.  Como venía con esas ganas de retornar a los retratos (entusiasmo que la pérfida de ojos verdes me extinguió por completo: me recordó que no me gusta que mis cuadros me miren, suelen intimidarme), en un cuadradito esbocé el rostro de Marlene Dietrich.  Espantoso.  No lograba con el grafito blanco trabajar volúmenes y desistí rápidamente.


     Ahora no sólo tenía seis cuadraditos sino uno bastante arruinado.  Precisamente por recuperar el que ya había usado empecé a trabajar con lapiceras en gel para tapar el estropicio.  Mi modelo: lo que más me place: unos barquitos en un puerto del siglo XVII.  La imagen iba a extenderse sobre los seis cuadraditos.  Mientras jugué con eso, en los ratos libres entre una cosa y otra, estuvo bien.  Pero los cuadraditos de passepartout tenían que servir para algo concreto: iban a ser el soporte para un desnudo.  Pero para eso tenía que fijarlos de alguna manera, porque pintar barquitos en pedazos separados es fácil pero la figura humana requiere cierta estable continuidad. 

     Y entonces llegué al punto, a lo que se ve que mi subconsciente quería desde el principio:  usar un cartón que fuera un trabajo escolar tema “El aparato digestivo”.

     Manos infantiles conducidas por un adulto que no había sido yo habían diagramado sobre el cartón el consabido corte lateral del torso humano, de la boca a la pelvis, con el dibujito coloreado en témpera del esófago, el estómago, los intestinos y todas sus respectivas adyacencias.  ¿Cómo ese cartón terminó en mi taller?  Como termina toda la basura que acumulo: me da pena tirar tanto mis desechos como los ajenos, ofrezco guardarlos con el augurio que tal vez en algún momento haga algo con eso y allá va a parar en la mitad de mi escaso espacio, estorbando los movimientos y obsesionando a mi extraña imaginación.

     Y esa fue la madre del borrego: el absoluto deseo de tapar el aparato digestivo.  ¿Podría comprar un cartón virgen?  Por supuesto, mi limitado presupuesto alcanza para esos gastos mínimos.  Pero un cartón virgen no me hubiera interesado.  Era –es- cuestión de convertir el aparato digestivo de manual de séptimo grado de primaria en el cuerpo soberbio que lo recubre. Partir de la biología básica hacia la gloria de la visión artística, mismo ser, dos modos de visualizarlo. 

    Así, todo este fin de semana largo del feriado lo usé en el trajín de encubrir el páncreas y el duodeno con cartoncitos dibujados con lapiceras fluor y restos de papel artesanal, elaborando un soporte para un obra que haré no sé cuándo porque estoy con la cabeza en otros trabajos que sí –se supone-tengo intención de hacer.


      Y ahí va mi tiempo y mi organización.  Si alguna vez concluyo esa obra (que ya para mis adentros se llama La Digestión aunque después llegue a tener un nombre elegante) nadie sabrá que todo empezó con esta compulsión por las sobras.  Complejo de Midas, me dijo alguna vez un psicoanalista que también me había anunciado que yo fragmentaba y superponía imágenes porque no encontraba mi identidad.  ¡Hola!  Yo soy esto, un montón de pedazos de identidades distintas y una adoradora de los restos inútiles. No se trata de los que soy (un hecho) sino de que las demás personas crean que hay una coherencia en mi trabajo (hecho inexistente) y  un sentido común en la totalidad de mi obra (hecho mítico).  Que desastre.  ¿Por qué escribo esto?  Se supone que me exorcizo, que asumo mi rareza y sigo.  ¿Qué era lo que tenía que hacer este fin de semana?



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