lunes, 13 de abril de 2015


 

    “Rorimer se detuvo y, dándose la vuelta, lanzó una mirada a la Gran Galería, enorme y vacía. Tantas obras irreemplazables desalojadas, pensó.  Cuánto peligro.  Se acercó a un espacio vacío flanqueado por pilares en el que había escritas dos palabras que le llamaron la atención.  Las palabras “La Joconde” parecían flotar en la pared dentro del marco vacío.  La mayoría de las obras se trasladaron en masa, en ocasiones por carreteras reventadas por las bombas, pero la Mona Lisa, la pintura más célebre del mundo, se cargó en una camilla de ambulancia y se introdujo en la parte trasera de un camión al amparo de la noche.  Con ella iba un cuidador, y la caja del camión fue sellada para garantizar una atmósfera estable.  Al llegar a su destino la pintura estaba en perfecto estado, pero su cuidador casi había perdido el conocimiento por falta de aire.
     Anécdotas como ésa había muchas.  La célebre La balsa de la medusa de Géricault era tan grande que quedó enganchada con los cables del tranvía en Versalles.  Por lo menos les sirvió de lección. Al llegar a la siguiente ciudad con tendido de cables a poca altura, el camión iba escoltado por una cuadrilla de técnicos telefónicos que iban levantando los cables con largas varas de material aislante a su paso.  Debió de ser una imagen de lo más pintoresco: el camión avanzando entre sus escoltas armados con varas y, a su alrededor, los habitantes que evacuaban el lugar, quién sabe si contemplando maravillados los rostros agonizantes de las víctimas que navegan a la deriva sobre la balsa del cuadro de Géricault. (…)

     El traslado de las obras de arte a depósitos temporales –en su mayoría casas solariegas y castillos apartados- tenía la función de evitar daños en el caso, sobre todo, de bombardeo aéreo.  En el castillo de Sourches, cerca de Le Mans, los cuidadores incluso habían trazado en la hierba las palabras “Musée du Louvre” en grandes letras blancas para que los pilotos que sobrevolaran la zona supieran que debajo se almacenaban tesoros artísticos y evitaran bombardearlos.  A medida que el ejército francés iba desmoronándose, Jaujard ordenaba trasladar las obras a depósitos más al sur y al oeste. (…)  Por suerte, ni las bombas ni la artillería provocaron daños, pero la ocupación nazi era inevitable. (…)

     …Francia sólo había firmado un armisticio, pero Hitler tenía planeado servirse de una paz formal para hacerse por la vía “legal” con los bienes culturales del país de manera semejante a Napoleón, quién valiéndose de tratados de paz unilaterales había expoliado los tesoros culturales prusianos casi ciento cincuenta años antes.  Y no era ningún secreto que sin los botines de las campañas napoleónicas el Louvre sería, sin exagerar, apenas una sombra de lo que había llegado a ser.

     El influyente embajador nazi en Paris, Otto Abetz, no tardó en pasar a la acción, declarando que el gobierno de ocupación nazi tomaría en “custodia” los bienes culturales.  Tres días después de la orden de Hitler, Abetz ordenó confiscar los fondos de los quince principales marchantes de arte de Paris, en su mayoría judíos.  En cuestión de semanas, la embajada rebosaba obras de arte “tomadas en custodia”.  Así estaban las cosas, le explicó Jaujard a James Rorimer en el curso de una de sus conversaciones, cuando apareció un verdadero héroe: el conde Franz von Wolff-Metternich, funcionario artístico.
-¿Un alemán?- exclamó Rorimer, atónito.

Jaujard asintió con un brillo en sus ojos de patricio.
-No sólo un alemán-dijo-. Un nazi.

     En mayo de 1940, el conde Wolff-Metternich había sido designado jefe de la Kunstschutz, el organismo de conservación cultural alemán. (…) Wolff-Metternich había sido elegido por ser un académico respetado cuyo crédito daba una pátina de profesionalidad y legitimidad a la Kunstschutz.  No era un miembro ferviente del Partido Nazi, pero en instancias como ésa los nazis solían poner la elección de profesionales calificados por encima de las conexiones políticas. (…)  En todo momento –escribiría- nos ceñimos como marco de referencia legal a los párrafos relevantes de la Convención de La Haya”.  Es decir, su definición de responsabilidad cultural era la que reconocía la comunidad internacional, no la de los nazis.  La protección de material cultural –continuaba Wolff-Matternich- es una obligación incontestable que vincula por igual a cualquier nación europea en guerra.  No se me ocurre manera mejor de servir a mi país que responsabilizándome de la correcta observación de este principio.”
(…)
     Jaujard se limitaba a decir que él y Wolff-Metternich habían combatido la amenaza nazi sobre las colecciones nacionales francesas con argucias burocráticas, pero no reconocía lo difícil de aquella tarea: años esquivando registros por la fuerza, amenazas de violencia, el código secreto acordado con un amigo para huir de París en caso de que los nazis decidieran detenerlo.  O las llamadas a Wolff-Metternich en mitad de la noche rogándole que lo ayudara a inventarse papeleo para pararle los pies a algún saqueador nazi, llamadas a las que Wolff-Metternich respondía siempre pese a sufrir serios problemas de riñón.  De hecho, la enfermedad podría haberle valido la jubilación, pero él prefirió seguir,  “más que nada por la confianza depositada en mí por los trabajadores de la administración de arte francesa.”  (…)  El “nazi bueno”, como le gustaba decir a Rorimer, fue relevado de su cargo en junio de 1942, no sin antes hacer desistir a Goebbels, que a finales de 1941 había intentado apropiarse de miles de objetos “germánicos”.  La razón oficial de la destitución fue la oposición pública de Wolff-Metternich al robo más descarado de toda la ocupación: la confiscación del retablo de Gantes, por orden directa de Hitler, en el depósito de Pau…”

Robert M. Edsel con Bret Witter,  Operación Monumento Editorial Océano de México S.A. de C.V. México 2014, páginas 153/158.

 

 
 
 
 

  

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