domingo, 14 de diciembre de 2014



     “Los actos eróticos son instintivos; al realizarlos el hombre se cumple como naturaleza.  Esta idea es un lugar común, pero es un lugar común que encierra una paradoja: nada más natural que el deseo sexual; nada menos natural que las formas en que se manifiesta y se satisface.  Y no pienso solamente en las llamadas aberraciones, vicios y otras prácticas peregrinas que acompañan la vida erótica.  Aún en sus expresiones más simples y cotidianas –la satisfacción del deseo, brutal, inmediata y sin consecuencias- el erotismo no se deja reducir a la pura sexualidad animal.  Entre uno y otro hay una diferencia que no sé si debo llamar esencial.  Erotismo y sexualidad son reinos independientes aunque pertenecen al mismo universo vital.  Reinos sin fronteras o con fronteras indecisas, cambiantes, en perpetua comunicación y mutua interpretación, sin jamás fundirse enteramente.  El mismo acto puede ser erótico o sexual, según lo realice un hombre o un animal.  La sexualidad es indiferente; el erotismo, singular. (…)

   La sexualidad es simple: el instinto pone en movimiento al animal para que realice un acto destinado a perpetuar la especie.  La simplicidad le viene de ser un acto impersonal; el individuo sirve a la especie por el camino más directo y eficaz.  En cambio, en la sociedad humana el instinto se enfrenta a un complicado y sutil sistema de prohibiciones, reglas y estímulos, desde el tabú del incesto hasta los requisitos del contrato de matrimonio o los ritos, no por voluntarios menos imperiosos, del amor libre. (…)  Los fines de la sociedad no son idénticos a los de la naturaleza (si es que ésta tiene realmente fines).  Gracias a la invención de un conjunto de reglas –que varía de sociedad a sociedad pero que en todas tienen la misma función- se canaliza el instinto.  La sexualidad, sin dejar de servir a los fines de la reproducción de la especie, sufre una suerte de socialización.  Lo mismo si se trata de prácticas mágicas –el sacrificio de vírgenes en el cenote sagrado de Chichén Itzá o la circuncisión- que de simples formalidades legales –los certificados de nacimiento y de buena salud en los casos de matrimonio civil- la sociedad somete al instinto sexual a una reglamentación y así confisca y utiliza su energía.  No proceden de otro modo el hechicero que imita el croar de las ranas para atraer las lluvias o el ingeniero que abre un canal de irrigación.  Agua y sexualidad no son sino manifestaciones de la energía natural que hay que captar y aprovechar.  El erotismo es la forma de dominación social del instinto y su esencia es semejante a la de la técnica.

   (…)  Humano, el erotismo es histórico.  Cambia de sociedad a sociedad, de hombre a hombre, de instante a instante.  Artemisa es una imagen erótica; Coatlicue es otra; Julieta, otra.  Ninguna de estas imágenes es casual; cada una puede ser explicada por un conjunto de hechos y situaciones, cada una es “una expresión histórica”. (…)  El erotismo se manifiesta en la sociedad, en la historia; es inseparable de ellas, como todos los demás actos y obras de los hombres. (…)

   La literatura erótica es inmensa y pertenece a todas las naciones y épocas.  El erotismo es lenguaje, ya que es expresión y comunicación; nace con él, lo acompaña en su metamorfosis, se sirve de todos sus géneros –del himno a la novela- e inventa algunos.  Ahora bien, todas estas obras son creaciones, no reflexiones.  El templo del sol en Konarak está hecho de cuerpos enlazados: es un grandioso objeto erótico, no una reflexión sobre el erotismo.  Anabella, Melibea, Felicia o Matilde están demasiado ocupadas en vivir sus pasiones o sus placeres para reflexionar sobre lo que hacen.  Madame de Merteuil piensa –pero como un moralista, no como un filósofo-.  En cambio Saint Ford, Julieta, el duque de Blangis o Dolmancé son espíritus sistemáticos que aprovechan cada ocasión, y son muchas, para exponer sus ideas.  Usan todos los recursos de la dialéctica, no temen las repeticiones y las digresiones, abusan de la erudición y se sirven de la acción como de una prueba más de la verdad de sus discursos.  En este sentido Sade es un Platón al revés: cada una de sus obras encierra varios diálogos filosóficos, morales y políticos.  La filosofía en el “boudoir”, si, pero también en los castillos y en los monasterios, en los bosques y en altamar, en las mazmorras y en los palacios, en el cráter de un volcán.  (…)”


Octavio Paz  Lo impensable,  Revista Sur Nro.  268  Enero Febrero 1961, páginas 107/118.

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