Sobre
la Navidad y la basura.
¿Dije ya
que soy de las que celebran con auténtico entusiasmo la Navidad? Adhiero alegremente a toda la parafernalia:
a los brillos, el colorinche chillón, el exceso de comida, los múltiples
brindis etílicos. Para mi goce,
coinciden el clima cálido (bochornoso según algunos), los días largos, el fin
de mi época de trabajo; la expectativa de calor, luz y tiempo liberado para
pintar a mi antojo. Las fiestas
representan el cierre de mi vida “civil”
aunque más no sea por treinta días. Y yo
lo celebro.
La recargada decoración
es uno de mis fetiches, y trato de no repetirla de un año para el otro. Por ello mi hiperkinética actividad manual me
provee de múltiples artefactos a mi
gusto: originales, low cost, con muchos brillitos y definitivamente farnellianos. Y por ese extraño sentido del humor con el
que he sido marcada, no puedo encontrar nada más acorde a mi jolgorio navideño
que la utilización de basura como sustento de mi creativa experimentación. Literalmente basura. Objetos que saco de los tacho de residuos de
casa o de mi taller.
Paso
lista a la recopilación más reciente: dos cajitas de cartón cuadradas donde
vinieron embalados dos portavelas de vidrio ya en uso; los cilindros también de
cartón donde viene enrollada la cinta navideña que usé para los moños de las
cajas que hice de decoración para el pie de mi árbol; dos frasquitos de vidrio,
de dulce artesanal, chiquititos, que traje de un viaje a Chascomús; un pote de helado
de telgopor de cuarto kilo; una cajita redonda de pastillitas de azúcar con la
carita de La Sirenita de Disney;
una cajita de fibrofácil que fuera
alguna vez un souvenir infantil; y lo que quedó de un potecito de cerámica que
contenía perfume en pasta que perdió su tapa hace años. Todo descarte. Pintura, lacas, cintas, un par de velas, cola
vinílica con glitter, restos de
adornos viejos, y un poco de trabajo después tengo el centro de mesa de este año:
dos candelabros elevados y un ánfora central para colocar flores o tal vez
directamente una plantita (veré cuando lo monte qué queda mejor).
Claro que podría haber comprado un arreglo en
una tienda, pero no habría sido barato y me hubiera visto obligada a volver a
usarlo para amortizar el gasto. Y yo
detesto repetirme. ¿Ante quién? Ante mí misma: son escasos los asistentes a
mi cena de Nochebuena y ciertamente son de los que odian la Navidad y poco se
percatan del entorno por fuera de su mal humor.
Convivo con una manada de clones de Scrooge. Yo festejo como un cascabel irreductible (¡francamente insoportable!) y compruebo
que mi buena voluntad no es contagiosa.
Y mi casa
y mi mesa y mi vida quedan engalanadas con basura re-civilizada, resumiendo estéticamente el
juego de simulaciones, falsedades y malos entendidos que son por estos lados
las festividades de fin de año. Pero
realmente lo disfruto. Pasarla bien es
una decisión puramente personal. Nadie
nunca ha estado ahí para salvarnos.
Sigue siendo mejor dejar de lado la espera y arreglarnos solos. Como mejor nos plazca.
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