lunes, 22 de diciembre de 2014

    Sobre la Navidad y la basura.


      ¿Dije ya que soy de las que celebran con auténtico entusiasmo la Navidad?   Adhiero alegremente a toda la parafernalia: a los brillos, el colorinche chillón, el exceso de comida, los múltiples brindis etílicos.  Para mi goce, coinciden el clima cálido (bochornoso según algunos), los días largos, el fin de mi época de trabajo; la expectativa de calor, luz y tiempo liberado para pintar a mi antojo.  Las fiestas representan el cierre de mi vida “civil” aunque más no sea por treinta días.  Y yo lo celebro.


      La recargada decoración es uno de mis fetiches, y trato de no repetirla de un año para el otro.  Por ello mi hiperkinética actividad manual me provee de  múltiples artefactos a mi gusto: originales, low cost, con muchos brillitos y definitivamente farnellianos.  Y por ese extraño sentido del humor con el que he sido marcada, no puedo encontrar nada más acorde a mi jolgorio navideño que la utilización de basura como sustento de mi creativa experimentación.  Literalmente basura.  Objetos que saco de los tacho de residuos de casa o de mi taller. 

    Paso lista a la recopilación más reciente: dos cajitas de cartón cuadradas donde vinieron embalados dos portavelas de vidrio ya en uso; los cilindros también de cartón donde viene enrollada la cinta navideña que usé para los moños de las cajas que hice de decoración para el pie de mi árbol; dos frasquitos de vidrio, de dulce artesanal, chiquititos, que traje de un viaje a Chascomús;  un pote de helado de telgopor de cuarto kilo; una cajita redonda de pastillitas de azúcar con la carita de La Sirenita de Disney; una cajita de fibrofácil que fuera alguna vez un souvenir infantil;  y lo que quedó de un potecito de cerámica que contenía perfume en pasta que perdió su tapa hace años.  Todo descarte.  Pintura, lacas, cintas, un par de velas, cola vinílica con glitter, restos de adornos viejos, y un poco de trabajo después tengo el centro de mesa de este año: dos candelabros elevados y un ánfora central para colocar flores o tal vez directamente una plantita (veré cuando lo monte  qué queda mejor).


    Claro que podría haber comprado un arreglo en una tienda, pero no habría sido barato y me hubiera visto obligada a volver a usarlo para amortizar el gasto.  Y yo detesto repetirme.  ¿Ante quién?  Ante mí misma: son escasos los asistentes a mi cena de Nochebuena y ciertamente son de los que odian la Navidad y poco se percatan del entorno por fuera de su mal humor.  Convivo con una manada de clones de Scrooge.  Yo festejo como un cascabel irreductible (¡francamente insoportable!) y compruebo que mi buena voluntad no es contagiosa. 


     Y mi casa y mi mesa y mi vida quedan engalanadas con basura re-civilizada, resumiendo estéticamente el juego de simulaciones, falsedades y malos entendidos que son por estos lados las festividades de fin de año.    Pero realmente lo disfruto.  Pasarla bien es una decisión puramente personal.  Nadie nunca ha estado ahí para salvarnos.  Sigue siendo mejor dejar de lado la espera y arreglarnos solos.  Como mejor nos plazca.


No hay comentarios:

Publicar un comentario