Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin
galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda,
ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).
Capítulo
IV: Los depredadores de artistas: estafadores, aprovechados y otras hierbas.
IV. b) Caso Dos: El amigo Saavedra.
Año 1995, invierno porteño. Había habido una cancelación inesperada, se
ve que encontraron una vieja carpeta mía de postulación para la sala y me llamaron
para proponerme exponer en La Manzana de
Las Luces con sólo diez días de anticipación. ¿Alguien hubiera contestado que no (como hicieron seguramente todos
a los que llamaron antes que a mí y que argumentaron sensatamente falta de
tiempo para organizar una muestra)?
Estaba ahí,
exponiendo en un sitio místico, al que (seamos sinceros) concurría poquitísima
gente, sintiéndome que estaba jugando en ligas mayores. Yo iba todas las tardes, me quedaba cuatro o
cinco horas, y contabilizaba la escasa concurrencia sintiéndome en el
cielo. Fue ahí donde conocí a Saavedra.
Fue uno de
los pocos que entró a recorrer la sala.
De pronto sale y vuelve con un señor, mayor, al que vio ingresar al
edificio evidentemente con otro destino.
Pasea con él ante cada obra y lo guía amablemente hasta el escritorio
donde yo estaba, a firmar el Libro de Visitas.
Me pareció familiar este segundo hombre pero no caí de quién era hasta
que Saavedra (hasta ese momento un
perfecto desconocido para mi), con ese modo coloquial y entrador tan suyo,
humilde y sencillo que desarmaba, me lo presenta por las dudas: “El
maestro Antonio Pujía”. Entonces
coloqué el rostro con el prestigio de uno de nuestros mejores y más reconocidos
escultores. Quedé paralizada y, como me
pasa en esos casos , sólo atiné a sonreir como una estúpida embargada de
pánico. El maestro Pujía fue todo caballero y condescendiente y elogió mis dibujos,
cruzamos dos banalidades, se despidió y se fue solo. Saavedra
se quedó charlando conmigo y me captó para su rebaño.
Saavedra vendía la
revista Mecenas como la Arte al Día del futuro; recuerdo
casi textual su afirmación de que él buscaba artistas jóvenes a los que
acompañar en su crecimiento como había hecho Costa Peuser en sus inicios, para que cuando fueran reconocidos tuvieran atada su
gloria a la de la revista. Hablaba con tanto entusiasmo, contagiaba su convicción, y se veía tan desacartonado, tan cerca, tan persona común y
corriente como uno que no se podía no comprar su sueño. Hoy se que los proyectos editoriales son inviables
(ahora más que entonces, ¡bendita web!), que las revistas de arte están
destinada al fracaso, que se sostienen sólo de notas vendidas a los artistas y
que la publicidad no cubre ni el costo del papel. Pero entonces yo era muy joven e inexperta y creía
que se podía triunfar y ¡hasta vivir del arte!
Terminé comprándole
a Saavedra una muestra en Brasil, en Villa Riso – Rio de Janeiro, atada a después pagar una página en su
revista. Así funcionaban y funcionan aun las cosas: los artistas pagan por todo que hacen y costean de su bolsillo la difusión de prensa que la reseña.
Lo de Río de Janeiro era en enero de 1996
y coincidía con un viaje programado que yo tenía hacia esa ciudad. Parecía perfecto a mi medida. Problemas personales me frustraron a último momento el viaje y me quedé varada en BAires
a la espera de confirmar si el evento sería o no real.
Pero lo
fue, y poco después tuvo la gentileza de alcanzarme catálogo y foto de mi obra
en Villa Riso.
Todo, otra vez, me parecía muy serio. No veía en ese momento el real problema de
Saavedra: prometía mucho. Cantidad de ejemplares de la revista a entregar, cantidad y calidad de
catálogos, exhibiciones en sitios todavía no confirmados...
De vuelta
en Buenos Aires fui testigo como se enredó con los dueños de una galería de San Telmo,
La Candelaria. Su plan era conseguir un
sitio físico donde asentar su base, recibir y almacenar obra, dar sede a la
revista y organizar muestras permanente para sus artistas contratados, lo que le permitiría compensar con muestras en La
Candelaria las promesas de exhibiciones que se le caían. Sonaba coherente.
La Candelaría era una vieja casa estilo colonial -patio central con habitaciones en derredor-, de preciosa estructura pero en muy mal estado de conservación. Puso dinero y trabajo personal para acondicionar el
lugar como galería: se revocaron paredes, se repusieron vidrios y herrajes, se solucionó la humedad y se pintó impecablemente todo el lugar. Los dueños lo
dejaron hacer hasta la primera muestra, una exhibición que se concluyó a las corridas como es habitual por demoras de la imprenta y falta de gafetes identificatorios en las obras, pero que salió realmente bien. Supongo que ahí los
propietarios del lugar entendieron de qué iba la cosa. No se bien que pasó, si pidieron más dinero o
el control, lo cierto es que hubo una pelea y Saavedra se quedó sin La Candelaria, sin domicilio fijo y
con obra de sus artistas dentro del edificio sin posibilidad de retirarla.
Ignoro a ciencia cierta si hubo obra que jamás regresó a sus dueños (pero lo sospecho). Si sé que muchos artistas que habían pagado
para exponer ahí se quedaron sin lugar y sin devolución del adelanto
otorgado. Saavedra trabajaba a vapor para conseguir otros sitios de
exhibición con los que compensar ya que el dinero recibido se había ido en las refacciones de
La Candelaria. Prometía páginas en la
revista Mecenas, pero sin dinero fresco no podía editar un nuevo
número. Un callejón sin salida.
En ese
tiempo yo le presté algo de dinero (muy poco) que no me devolvió pero que me
compensó después con un par de exhibiciones, y le ayudé a rescatar obras
de un artista brasileño que quedaron retenidas en La Candelaria. Dado que mi frustrado viaje a Río de Janeiro lo hice para la Semana
Santa del 96, me suplicó llevar conmigo esas obras y restituirlas a su autor
antes de que cumpliera su amenaza de juicio. (Era el mundo anterior al 11 de Septiembre, uno todavía llevaba paquetes de amigos en sus viajes.) Como yo, muchos artistas le dábamos una mano
en lo que podíamos, era inevitable
sentir simpatía por alguien que la peleaba (mal, desprolijo, sin criterio) por
hacer algo en el mercado del arte definitivamente sólo a pulmón y en pos de un sueño para la mayoría ridículo.
Se recupera con un par de muestras en Brasil con
apoyo del Consulado Argentino en Río de Janeiro (no podía negarse que era perseverante y estaba todo el tiempo
buscando salidas) y edita un nuevo número de Mecenas. Se separa definitivamente de su mujer, quien
figuraba como dueña de la revista, y trae a un socio para que maneje la venta
de publicidad (un tipo serio que hizo lo que pudo en un mercado muy infame) y a
Diana Castelar, crítica de arte y periodista de prestigio, como Jefe de Redacción para darle un impulso
de calidad al emprendimiento. Se
sincera con la nota editorial que publica en ese número:
Pero las deudas (y las obras perdidas), hicieron que el justo acoso de los artistas le volviera imposible seguir trabajando en Buenos Aires.
Perdí todo contacto con él hacia 1997, aunque seguí sabiendo
de otros artistas que lo siguieron rastreando por años. Aunque puedo simpatizar con su motivación y su energía de trabajo y profesarle un cariño personal, fue para muchos
artistas una verdadera catástrofe. Mecenas deja de editarse. Para
entonces, yo ya estaba interesada en otras cosas y si bien me dio pena porque
lo creía capaz de grandes cosas con un poco de orden y debida contención, mi
propia vida me tenía suficientemente ocupada y me desentendí por completo de su historia.
Alguien me dijo que había caído preso
en Santa Fe, y, hace poco, que estaba
trabajando en San Luis, gracias a la
ayuda de otro artista que supo llevar por aquellos tiempos a La Candelaria: “el Alberto” Rodriguez Saa, hoy gobernador de la
provincia y antes y ahora un pintor de extraterrestres. Quién sabe si es verdad…
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