Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin
galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda,
ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).
Capítulo
III: El desdoblamiento esquizoide del
artista.
III. a) La inserción del artista en
la realidad real. El paulatino quiebre
dual o la dichosa sobreadaptación.
En su
infancia, el artista es festejado y alentado por sus inclinaciones o tempranas
habilidades hacia el dibujo y la pintura.
El enchastre es una gracia y las horas aplicadas al garabato implican
paz para sus sufridos progenitores. En
ese inicial período vital el artista es un artista continuo, ininterrumpido,
público y pacífico que alardea inconscientemente de su condición de tal.
Cuando se
inicia la escolarización comienzan las interrupciones. Hay que lidiar también con otras cosas. Pero todavía la aplicación artística tiene
múltiple cabida. Recuerdo cuando en
primer grado hacíamos la cuenta de 5+2 desarrollando el cálculo trazando
dibujitos de frutas al lado de cada número (cinco manzanitas rojas más dos
bananitas amarillas), con el criterio pedagógico de que la abstracción numérica
la concretizáramos en alegres objetos coloridos.
El artista
en la escuela primaria puede todavía exteriorizar su condición sin reparo, pero
ya escuchando la premisa de que “hay cosas más importantes que dibujar”,
como el sujeto y predicado y la regla de tres simple.
Ya en la
secundaria, en la high school, al artista
se le socava su importancia y se le reduce brutalmente el tiempo. Quizá hora y media a la semana para “Plástica” dónde, con suerte, un profesor
con los títulos correspondientes lo tendrá todo el período lectivo con el
experimento (¡sorprendente!) de que la mezcla de témpera roja con témpera amarilla
provoca el color anaranjado.
A esta
altura, la realidad real marca su primacía: las materias útiles son más en
cantidad, horas aplicadas y exigencia doctrinal. El artista adolescente comienza a dividirse
entre el deber -de aprobar por lo menos una cantidad razonable de materias para
poder pasar al otro año- y su personal placer de abocarse a las naderías del
arte. (Esta ecuación se aplica a todas
las variables del arte: si el artista adolescente tiene pasión por la música,
la poesía, la fotografía o la actuación, deberá contentarse con una o dos horas
dentro de la currícula escolar cuya prioridad ha de ser siempre la utilidad
práctica de la enseñanza).
No se trata
de una maldad o un malentendido: la escuela no está pensada ni para producir
artistas ni para fomentar la incipiente inclinación al arte de nadie. La escuela está para igualar conocimientos
básicos y uniformar al ciudadano. Está
para domesticar y no para revelar diferencias.
(Salvo en la Argentina, donde
actualmente la escuela está para “contener
socialmente”, para “no estigmatizar”
no reprobando al niño aunque no estudie y no aprenda nada, y para darle de comer a una enorme mayoría que
de otra forma no se alimentaría. Acá las
escuelas devinieron en centros de asistencia social y la educación general ha
pasado a cuarteles de invierno. Así nos va).
Cuando el
artista adolescente cursa el último año de la secundaria, el sensato y previsor
mundo adulto lo presiona con la imperiosa necesidad de definir su
vocación. -¿Vocación? Yo pinto... -No,
vocación para ver qué vas a hacer con tu vida. -¿Pintar? -No,
de qué vas a trabajar, de qué vas a vivir… Ahí uno no sugiere que va a vivir del arte
porque el instinto se impone y a esas alturas uno ya sospecha que es mejor
callarse –y de que del arte no se vive-.
Entonces el
artista -aun adolescente y dependiente de sus padres pero filando la edad legal
para la independencia- se enfrenta a optar por un trabajo o un estudio
universitario para una carrera a la que deberá atarse toda la vida. Y en el colegio acuden manadas de psicólogos
y psico-pedagogos con sus mágicos test vocacionales que habrán de informar con su
científica clarividencia a los jovencitos lo que serán en su futuro.
El artista prefiere no imponer su realidad y se retrae con astuta prudencia. Él sabe lo qué es y lo que quiere, pero opta por mantenerlo como un conocimiento privado. El artista inicia un concreto
desdoblamiento. Acepta con externo
beneplácito un trabajo o continuar con estudios pragmáticos y políticamente
correctos, aparentando a la vista de todos que esos juegos infantiles de pintar
a lo Rembrandt han quedado definitivamente en el pasado, que no hay riesgo de
que desperdicie su vida empecinándose en volverse un vago inútil y holgazán que
se dice artista. A escondidas, en absoluta privacidad, sólo ante un selecto círculo de su confianza, sigue con lo suyo.
Y ahí va, escindiéndose
más y más, siendo una aparente persona común y corriente, que cumple su horario
de trabajo y cursa materias en la facultad con igual aplicación que
el resto, todo digitado hacia un futuro prolijo y ordenado como debe ser. Genera dinero honesto y paga sus
cuentas. Habla de vanidades de moda y
participa socialmente (aunque poco, una doble vida paralela lleva su
tiempo) como se espera que haga. Entretanto, también crea su obra,
trata de mostrarla, se vincula con otros artistas y agentes del ámbito del
arte, con los que se comporta como artista, habla de vanidades del arte y
participa (poco, obviamente) de las
actividades culturales y vernissages.
La
esquizofrenia del artista es voluntaria, plenamente consciente, necesaria para insertarse en la
realidad real y de elegante raíz clásica, ya que el término viene del griego (según
Wiki: σχίζειν schizein ‘dividir, escindir, hendir, romper’ y
φρήν phrēn, ‘entendimiento, razón, menter’), y podría traducirse
como posibilidad de escindir la capacidad intelectual o raciocinio para dar
vida a dos personalidades distintas que convivan en una misma persona. Creo que el psicoanálisis llama
actualmente a esto “sobreadaptación”.
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