martes, 2 de diciembre de 2014

   Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda, ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).

Capítulo III:  El desdoblamiento esquizoide del artista.
             III. a) La inserción del artista en la realidad real.  El paulatino quiebre dual o la dichosa sobreadaptación.


    En su infancia, el artista es festejado y alentado por sus inclinaciones o tempranas habilidades hacia el dibujo y la pintura.  El enchastre es una gracia y las horas aplicadas al garabato implican paz para sus sufridos progenitores.  En ese inicial período vital el artista es un artista continuo, ininterrumpido, público y pacífico que alardea inconscientemente de su condición de tal.

     Cuando se inicia la escolarización comienzan las interrupciones.  Hay que lidiar también con otras cosas.  Pero todavía la aplicación artística tiene múltiple cabida.  Recuerdo cuando en primer grado hacíamos la cuenta de 5+2 desarrollando el cálculo trazando dibujitos de frutas al lado de cada número (cinco manzanitas rojas más dos bananitas amarillas), con el criterio pedagógico de que la abstracción numérica la concretizáramos en alegres objetos coloridos.

    El artista en la escuela primaria puede todavía exteriorizar su condición sin reparo, pero ya escuchando la premisa de que “hay cosas más importantes que dibujar”, como el sujeto y predicado y la regla de tres simple.


   Ya en la secundaria, en la high school, al artista se le socava su importancia y se le reduce brutalmente el tiempo.  Quizá hora y media a la semana para “Plástica” dónde, con suerte, un profesor con los títulos correspondientes lo tendrá todo el período lectivo con el experimento (¡sorprendente!) de que la mezcla de témpera roja con témpera amarilla provoca el color anaranjado.

   A esta altura, la realidad real marca su primacía: las materias útiles son más en cantidad, horas aplicadas y exigencia doctrinal.  El artista adolescente comienza a dividirse entre el deber -de aprobar por lo menos una cantidad razonable de materias para poder pasar al otro año- y su personal placer de abocarse a las naderías del arte. (Esta ecuación se aplica a todas las variables del arte: si el artista adolescente tiene pasión por la música, la poesía, la fotografía o la actuación, deberá contentarse con una o dos horas dentro de la currícula escolar cuya prioridad ha de ser siempre la utilidad práctica de la enseñanza).

  No se trata de una maldad o un malentendido: la escuela no está pensada ni para producir artistas ni para fomentar la incipiente inclinación al arte de nadie.  La escuela está para igualar conocimientos básicos y uniformar al ciudadano.  Está para domesticar y no para revelar diferencias.  (Salvo en la Argentina, donde actualmente la escuela está para “contener socialmente”, para “no estigmatizar” no reprobando al niño aunque no estudie y no aprenda nada,  y para darle de comer a una enorme mayoría que de otra forma no se alimentaría.  Acá las escuelas devinieron en centros de asistencia social y la educación general ha pasado a cuarteles de invierno.  Así nos va).


  Cuando el artista adolescente cursa el último año de la secundaria, el sensato y previsor mundo adulto lo presiona con la imperiosa necesidad de definir su vocación.  -¿Vocación?  Yo pinto...  -No, vocación para ver qué vas a hacer con tu vida.  -¿Pintar?  -No, de qué vas a trabajar, de qué vas a vivir…  Ahí uno no sugiere que va a vivir del arte porque el instinto se impone y a esas alturas uno ya sospecha que es mejor callarse –y de que del arte no se vive-.

   Entonces el artista -aun adolescente y dependiente de sus padres pero filando la edad legal para la independencia- se enfrenta a optar por un trabajo o un estudio universitario para una carrera a la que deberá atarse toda la vida.  Y en el colegio acuden manadas de psicólogos y psico-pedagogos con sus mágicos test vocacionales que habrán de informar con su científica clarividencia a los jovencitos lo que serán en su futuro.

   El artista  prefiere no imponer su realidad y se retrae con astuta  prudencia.  Él sabe lo qué es y lo que quiere, pero opta por mantenerlo como un conocimiento privado.  El artista inicia un concreto desdoblamiento.  Acepta con externo beneplácito un trabajo o continuar con estudios pragmáticos y políticamente correctos, aparentando a la vista de todos que esos juegos infantiles de pintar a lo Rembrandt han quedado definitivamente en el pasado, que no hay riesgo de que desperdicie su vida empecinándose en volverse un vago inútil y holgazán que se dice artista.  A escondidas, en absoluta  privacidad, sólo ante un selecto círculo de su confianza, sigue con lo suyo.


    Y ahí va, escindiéndose más y más, siendo una aparente persona común y corriente, que cumple su horario de trabajo y cursa materias en la facultad con  igual aplicación que el resto, todo digitado hacia un futuro prolijo y ordenado como debe ser.  Genera dinero honesto y paga sus cuentas.  Habla de vanidades de moda y participa socialmente (aunque poco, una doble vida paralela lleva su tiempo)  como se espera que haga.  Entretanto,  también crea su obra, trata de mostrarla, se vincula con otros artistas y agentes del ámbito del arte, con los que se comporta como artista, habla de vanidades del arte y participa (poco, obviamente) de  las actividades culturales y vernissages.


     La esquizofrenia del artista es voluntaria, plenamente consciente, necesaria para insertarse en la realidad real y de elegante raíz clásica, ya que el término viene del griego (según Wiki: σχίζειν schizein ‘dividir, escindir, hendir, romper’ y φρήν phrēn, ‘entendimiento, razón, menter’), y podría traducirse como posibilidad de escindir la capacidad intelectual o raciocinio para dar vida a dos personalidades distintas que convivan en una misma persona.  Creo que el psicoanálisis llama actualmente a esto “sobreadaptación”.


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