miércoles, 10 de diciembre de 2014

   Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda, ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).

Capítulo IV:  Los depredadores de artistas:  estafadores, aprovechados y otras hierbas.
                IV. d) Caso Cuatro: El maltrato normal y habitual. 

     Quizá esto pase sólo en Buenos Aires, que como se sabe en las ciudades grandes, alborotadas y vertiginosas la cortesía se convierte en una excepción.  Pero el mal trato al artista es una constante a la que debemos enfrentarnos diariamente.  Cito sólo unos pocos casos, ya que la lista fila lo infinito y realmente es un tema que me aburre.  

     Año 2003, se celebra el 9no encuentro de artes visuales con Bollini  (16 julio al 2 de agosto 2003) en las Salas Federal y Quinquela Martin de la Biblioteca Nacional.   Me postulé, fui seleccionada, y en su debida oportunidad mi obra Prólogo, estuvo espléndidamente colgada en ese edificio que arquitectónicamente no me gusta pero que emocionalmente venero.  La muestra fue muy buena, con una calidad en la obra bastante homogénea, y realmente bien dispuesta para su apreciación estética.  El evento era coordinado por los dueños de La Dama de Bollini, con quienes había expuesto antes en un par de oportunidades. 


   Tras el descuelgue uno iba a retirar las obras al Pasaje Bollini, a donde fui una tarde y me encontré con un empleado que se demoraba inexplicablemente en la entrega.  Tras darle mi constancia para el retiro, él fue a trastienda y tardó un rato, luego volvió y me dijo que ya me la traían.  Pero pasó casi media hora y nada.  Finalmente llega uno de los dueños, Lionel, a quien conocía por haber expuesto con él y haber sido quién vendió Hora de Cierre,  pero que en ese momento actuó como si fuera la primera vez que me veía.  Como si tal cosa me dice que la obra (mi obra) se había caído y roto el vidrio. 

   O.K.,  todo bien. No pasa nada.  No iba  a hacer un escándalo por un vidrio roto, que ciertamente no sería el primero.  Pero seguían sin traerme a Prólogo.  Impaciente aseguré que no había problema, que los accidentes pasan, que me devolvieran mi trabajo para poder llevármelo a casa, que tenía un remís en la puerta que me facturaba la espera.  Ahora, a la distancia, entiendo que Lionel dijo lo del vidrio para empezar por lo menos grave y medir lo que supuso sería mi violenta reacción.  Como yo no reaccioné,  le falló la estrategia y no supo que hacer conmigo.  Pero enseguida se aprovechó de la circunstancia y le dijo a su empleado que envolviera la obra y me la trajeran.  A los diez minutos yo tenía un paquete en las manos y una necesidad imperiosa de salir de ahí.  La desenvolví recién al llegar a casa.

    No sólo le habían roto el vidrio.  Originariamente Prologo estaba hecha sobre papel adherido a un bastidor de madera (los que se usan en fotografía).  Sobre el papel se sujetaba un vidrio anti-reflex con cuatro soportes de metal en las esquinas.  Reconstruyendo los hechos en base al estado en que me devolvieron la obra, colijo que se cayó de cara al piso haciendo estallar el vidrio, pero que posteriormente alguien se le paró encima quebrando por la mitad la tabla de aglomerado sobre la que estaba adherida la lámina de papel.  Prologo estaba partido a la mitad, y trocitos de vidrio habían rasgado el frente de la imagen en varios lugares.  Lloré un buen rato ante la evidencia del destrato que había sufrido mi trabajo.  

   Con el tiempo la reconstruí y restauré, y con la ayuda de mi marquero (¡un santo!) la obra pudo no solo recomponerse en su integridad sino que lucir mucho mejor con un enmarcado doble en la entrada de mi casa (de donde nunca ha vuelto a moverse).
  
Honestamente, yo entiendo que los accidentes suceden y que en la manipulación una obra puede dañarse y, eventualmente llegar a la integra destrucción.  Pero es imperdonable que apenas acontecido el hecho no me hayan avisado.  Que yo no mereciera una inmediata llamada telefónica para advertirme lo sucedido.  No pretendo que cubrieran costo alguno de reparación (aunque éticamente les correspondiera), sino que tuvieran la delicadeza de contarme con honestidad lo sucedido.  Pero ni mi obra ni yo merecimos la más mínima muestra de consideración.  No he vuelto a acercarme al Pasaje Bollini desde entonces.



    Año 2008 o 2009 (el enojo me hizo destruir las constancias), tras haber participado en varias muestras en el espacio de arte Desde la Plástica cuando estaban asentados en El Pasaje de la Piedad, contrato con ellos para participar en un festival de arte que se celebraría en el C.C.  Recoleta.  Hacía poco que se habían mudado a la calle Gascón en Palermo y hasta allá fui a hacer el pago correspondiente.  Les dejé una carpeta con material y quedamos en que me llamaban para confirmar que imagen iría a catálogo y coordinar más cerca de la fecha del evento las obras a llevar.

  Pasó el tiempo y no me llamaron;  llamé yo porque quería recuperar la carpeta de material para presentarla en otra convocatoria.  Recién entonces, medio balbuceando, me dijeron que se había cancelado el festival por problemas con el Centro Cultural, que iban a llamarme para ver cuando me devolvían el dinero.  Nunca llamaron.  Yo no fui ni a buscar mi carpeta ni a reclamar a los gritos mi dinero; detesto las escenas. 

   Sé que siguen trabajando, pero yo no volví a tenerlos en cuenta.  De nuevo, si no merezco la básica consideración de una llamada telefónica para avisarme de la cancelación (ni siquiera digo disculparse) prefiero mantenerme a prudente distancia.




   Me han descolgado obra (El Gato y Metamorfosis del Vampiro) en una muestra en el Auditorio del Centro Cultural Acoyte. ¿La razón argüida?  “Concurren muchos niños y a sus padres no les gustan…”  ¿Me avisaron?  No, por supuesto que no.  Pasé por la muestra y no las encontré. Recién ante mi reclamo me informan de lo sucedido.  El artista no merece estar al tanto de lo que pasa con su obra.  


   Ha desaparecido el local donde se asentaba una Galería de Arte y Antigüedades que funcionaba en una galería comercial sobre calle Maipú -donde de repente construyeron un edificio-, desapareciendo  con él mi Sangre de Puma. Tenían mi teléfono, podrían haberme llamado para anoticiarme del nuevo domicilio.  Insisto, somos los últimos en enterarnos...


   Llegué con mi obra para una cuelga en un restaurante y el dueño, viendo los desnudos, no me dejó colgar ninguno y tuve que volverme con mis bártulos a casa sin mayor compensación ni por mi tiempo ni por el disgusto.  

   Me han colgado detrás de una puerta.
  
   Fui reiteradamente censurada por el carácter “pornográfico” de mi trabajo.  

  Me han prometido (¿prometido?, ¡he pagado!) por la inclusión en catálogos que nunca se editaron. 


   Este trato –que no es personal conmigo, sino común con la mayoría de los artistas- habla del poco valor que se nos asigna en el encadenado ecosistema del arte, más allá de usarnos como sostén exclusivo del negocio.  Porque los artistas proveemos el material de intercambio (las obras), pagamos los costos y gastos de los eventos (con los derechos de uso de instalaciones, aranceles de participación y alquileres de salas) y generamos la ganancia de galeristas, art-dealer y marchands qué, cuando milagrosamente se vende algo nuestro, se llevan una soberana porción sin haber arriesgada nada en este juego y muchas veces, sin haber movido la más pequeña falange de su meñique derecho.



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