viernes, 5 de diciembre de 2014

Marginalia literaria


  “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas.  Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico.  Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierten en atributos de un actor.  Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica.  Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o de la tradición.  Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro.  Poco a poco van cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar.  Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre.  Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra.  Hace tiempo yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con el infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas.  Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
   No sé cuál de los dos escribe esta página.”

Jorge Luis Borges,  Borges y yo  -  El Hacedor  Emecé Editores S.A. Buenos Aires 1986 pág. 50/51.


   “…Al principio creyó que todas las personas eran como él pero la extrañeza de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe diferir de especie.  (…) A los veintitantos años fue a Londres.  Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la de actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. (…)

   Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas.  Nadie fue tantos hombres como aquel hombre…  A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo afirma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras no soy lo que soy…  (…)

   La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frene a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombre he sido en vano, quiero ser uno y yo.  La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie.”

Jorge Luis Borges,  Everything and Nothing  -  El Hacedor  Emecé Editores S.A. Buenos Aires 1986 pág. 43/45.


   “Habíamos salido a ganar; podíamos hacerlo.  La, valga la inmodestia, táctica por mí concebida, el duro entrenamiento a que había sometido a los muchachos, la ilusión que con amenazas les había inculcado eran otros tantos elementos a nuestro favor.  Todo iba bien: estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba.  Era una hermosa mañana de abril, hacía sol y advertí de refilón que las moreras que bordeaban el campo aparecían cubiertas de una pelusa amarillenta y aromática, indicio de primavera.  Y a partir de ahí todo empezó a ir mal: el cielo se nubló sin previo aviso y Carrascosa, el de la sala trece, a quien había encomendado una defensa firme y, de proceder, contundente, se arrojó al suelo y se puso a gritar que no quería ver sus manos tintas de sangre humana, cosa que nadie le había pedido, y que su madre, desde el cielo, le estaba reprochando su agresividad, no por inculcada menos culposa.  Por fortuna doblaba yo mis funciones de delantero con las de árbitro y conseguí, no sin protestas, anular el gol que acababan de meternos.  Pero sabía que una vez iniciado el deterioro ya nadie lo pararía  y que nuestra suerte deportiva, por así decir, pendía de un hilo.  Cuando vi  que Toñito se empeñaba en dar cabezazos al travesaño de la portería rival ciscándose en los pases largos y, para qué negarlo, precisos, que yo le lanzaba desde medio campo, comprendí que no había nada que hacer, que tampoco aquel año seríamos campeones.  Por eso no me importó que el doctor Chulferga, si tal era su nombre, pues nunca lo había visto escrito y soy algo duro de oído, me hiciera señas de que abandonara el terreno de juego y me reuniera con él allende la línea de demarcación para no sé qué decirme.  El doctor Chulferga era joven, bajito y cuadrado de cuerpo y se tocaba con una barba tan espesa como el cristal de sus gafas color de caramelo.  Hacía poco que había llegado de Sudamérica y ya nadie le quería bien.  Le saludé con una deferencia conducente a disimular mi turbación.
-El doctor Sugrañes - dijo- quiere verte.
Y respondí yo para hacer la pelota:
-Será un placer- añadiendo acto seguido en vista de que la precedente aseveración no le arrancaba una sonrisa-, si bien es verdad que el ejercicio tonifica nuestro alterado sistema.
   El doctor se limitó a dar media vuelta y a caminar a grandes zancadas, comprobando de vez en cuando que yo le seguía.  Desde lo del artículo, el doctor se había vuelto desconfiado.  Lo del artículo era que había él escrito uno titulado “Desdoblamiento de personalidad, delirio lúbrico y retención de orina”, que abusando de su desorientación de recién llegado, dio a la luz Fuerza Nueva con el título “Bosquejo de la personalidad monárquica” y con la firma del doctor, lo que le sentó mal.  A media terapia daba en exclamar con amargura:
-En este país de miércoles hasta los locos son fashistas.
   Lo decía así, y no como nosotros, que pronunciamos todas las letras conforme van viniendo.  Por todo lo cual, según iba relatando, obedecí sus órdenes sin replicar, aunque me habría gustado haber podido pedir permiso para ducharme y cambiarme de ropa, y  que había sudado bastante y soy propenso a oler mal, especialmente cuando me hallo en recintos cerrados.  Pero no dije nada.”


Eduardo Mendoza,  El Misterio de la Cripta Embrujada   Editorial Planeta SA Barcelona 1985, pág.  7/8.



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