Marginalia
literaria
“Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las
cosas. Yo camino por Buenos Aires y me
demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta
cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de
profesores o en un diccionario biográfico.
Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo
XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro
comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierten en
atributos de un actor. Sería exagerado
afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que
Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado
ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo
bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o de la
tradición. Por lo demás, yo estoy
destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá
sobrevivir en el otro. Poco a poco van
cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y
magnificar. Spinoza entendió que todas
las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra
y el tigre un tigre. Yo he de quedar en
Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros
que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace tiempo yo traté de librarme de él y pasé
de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con el infinito,
pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y
todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.”
Jorge
Luis Borges, Borges y yo - El Hacedor
Emecé Editores S.A. Buenos Aires 1986
pág. 50/51.
“…Al principio creyó que todas las personas
eran como él pero la extrañeza de un compañero con el que había empezado a
comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que
un individuo no debe diferir de especie.
(…) A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el
hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie;
en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la de actor, que
en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a
tomarlo por aquel otro. (…)
Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de
cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César,
que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y
Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las
parcas. Nadie fue tantos hombres como
aquel hombre… A veces, dejó en algún
recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo afirma
que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas
palabras no soy lo que soy… (…)
La historia agrega que, antes o después de
morir, se supo frene a Dios y le dijo: Yo,
que tantos hombre he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó
desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu
obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres
muchos y nadie.”
Jorge Luis Borges,
Everything and Nothing - El
Hacedor Emecé Editores S.A. Buenos Aires 1986 pág. 43/45.
“Habíamos
salido a ganar; podíamos hacerlo. La,
valga la inmodestia, táctica por mí concebida, el duro entrenamiento a que
había sometido a los muchachos, la ilusión que con amenazas les había inculcado
eran otros tantos elementos a nuestro favor.
Todo iba bien: estábamos a punto de marcar; el enemigo se
derrumbaba. Era una hermosa mañana de
abril, hacía sol y advertí de refilón que las moreras que bordeaban el campo
aparecían cubiertas de una pelusa amarillenta y aromática, indicio de
primavera. Y a partir de ahí todo empezó
a ir mal: el cielo se nubló sin previo aviso y Carrascosa, el de la sala trece,
a quien había encomendado una defensa firme y, de proceder, contundente, se
arrojó al suelo y se puso a gritar que no quería ver sus manos tintas de sangre
humana, cosa que nadie le había pedido, y que su madre, desde el cielo, le
estaba reprochando su agresividad, no por inculcada menos culposa. Por fortuna doblaba yo mis funciones de
delantero con las de árbitro y conseguí, no sin protestas, anular el gol que
acababan de meternos. Pero sabía que una
vez iniciado el deterioro ya nadie lo pararía
y que nuestra suerte deportiva, por así decir, pendía de un hilo. Cuando vi que Toñito se empeñaba en dar cabezazos al
travesaño de la portería rival ciscándose en los pases largos y, para qué
negarlo, precisos, que yo le lanzaba desde medio campo, comprendí que no había
nada que hacer, que tampoco aquel año seríamos campeones. Por eso no me importó que el doctor
Chulferga, si tal era su nombre, pues nunca lo había visto escrito y soy algo
duro de oído, me hiciera señas de que abandonara el terreno de juego y me
reuniera con él allende la línea de demarcación para no sé qué decirme. El doctor Chulferga era joven, bajito y
cuadrado de cuerpo y se tocaba con una barba tan espesa como el cristal de sus
gafas color de caramelo. Hacía poco que
había llegado de Sudamérica y ya nadie le quería bien. Le saludé con una deferencia conducente a
disimular mi turbación.
-El
doctor Sugrañes - dijo- quiere verte.
Y
respondí yo para hacer la pelota:
-Será
un placer- añadiendo acto seguido en vista de que la precedente aseveración no
le arrancaba una sonrisa-, si bien es verdad que el ejercicio tonifica nuestro
alterado sistema.
El doctor se limitó a dar media vuelta y a
caminar a grandes zancadas, comprobando de vez en cuando que yo le seguía. Desde lo del artículo, el doctor se había
vuelto desconfiado. Lo del artículo era
que había él escrito uno titulado “Desdoblamiento de personalidad, delirio lúbrico
y retención de orina”, que abusando de su desorientación de recién llegado, dio
a la luz Fuerza Nueva con el título “Bosquejo de la personalidad monárquica” y
con la firma del doctor, lo que le sentó mal.
A media terapia daba en exclamar con amargura:
-En
este país de miércoles hasta los locos son fashistas.
Lo decía así, y no como nosotros, que
pronunciamos todas las letras conforme van viniendo. Por todo lo cual, según iba relatando,
obedecí sus órdenes sin replicar, aunque me habría gustado haber podido pedir
permiso para ducharme y cambiarme de ropa, y que había sudado bastante y soy propenso a
oler mal, especialmente cuando me hallo en recintos cerrados. Pero no dije nada.”
Eduardo
Mendoza, El Misterio de la Cripta Embrujada Editorial Planeta SA Barcelona 1985, pág. 7/8.
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