Leo en una reseña del libro de Luis Racionero “Los tiburones del arte” (Editorial Stella Maris, febrero 2015) una serie de consideraciones que
convalidan mi fe en la humanidad: no estoy sola en mi declaración de guerra a Damien Hirst y su acción degradante del arte real.
Transcribo por sentirme
comprendida y acompañada en mi cruzada por el rescate del más básico sentido
común:
“Un tiburón en formol vendido por 12 millones
de euros. Una calavera de diamantes cuya puja fue artificialmente inflada por
el propio artista. Un urinario convertido en objeto de exposición en las más famosas
galerías del mundo. Ya no hay modo de saber si algo es bueno o mediocre: ni
siquiera sabemos si algo es arte o no lo es.
¿Cómo
hemos llegado a que el mercado y las agencias de marketing controlen el arte?
¿Llegaremos a realizar esculturas en carne viva gracias a la manipulación de
los códigos formativos en proteínas? ¿Es el láser un pincel que espera su
Leonardo?
Luis
Racionero traza un análisis contundente y polémico sobre cómo el mercado ha
abducido el arte y lo que cabe esperar en el futuro.
¿Cómo
conferir valor a las obras artísticas si no existen criterios para evaluarlas?
Los marchands y los propios artistas dan este valor a partir de tres criterios:
la galería, el crítico y el millonario que compre. La crítica del arte
contemporáneo se enfrenta al muro infranqueable del «todo vale», alzado por las
vanguardias a partir de 1910 y que sirve como refugio para la incompetencia.
Estos tres criterios «no tienen nada que ver con el objeto en sí, solo con
hábiles movimientos de relaciones públicas».
«Ya
no hay modo de saber no sólo si algo es bueno o mediocre, sino que ya ni
siquiera sabemos si algo es arte o no lo es. La última y repulsiva disolución
del arte contemporáneo ha tomado forma de animales en formol. »
La
obra del taller de Damien Hirst ha significado «el encuentro del arte y de la
vida, del tiburón ‘artístico’ con el tiburón financiero. El tiburón es así el
punto de contacto entre dos mundos que solían y deberían permanecer separados:
la especulación financiera y el arte.» Este fenómeno ha provocado las ansiadas
protestas entre las gentes del arte, que arrastran su silencio desde el error
con los impresionistas.
Con
esta obra, Racionero elabora un ensayo incisivo para intentar «desligar el
valor uso de una obra de su valor de cambio y, para ello, comprender cuál es el
valor uso de una obra. »”
Reseña de Maria
Jesús Burgueño para Revista de Arte – Logopress 27 de
febrero de 2015.-
Indagando un poco más, descubro que el autor, Luis Racionero, escribe en el suplemento Babelia de El País de España, en coincidencia con Arco 2015, un artículo
donde se explaya sobre el mismo tema:
“Dado que, a partir de las vanguardias, los creadores, los teóricos y
los marchands se dedicaron a destruir los criterios estéticos, en 1920 ya no se
sabía –merced a la inestimable colaboración confusionista de Marcel Duchamps-
qué era una obra de arte. Si no hay criterios, todo vale, y la obra de arte
solo se calibra por su precio en el mercado, nada que ver con los criterios
neoclásicos de Winkelmann, con los románticos de la emoción, ni siquiera con el
estructuralismo, la semántica o la deconstrucción: solo el dinero y las
relaciones públicas.
Cuando no hay criterios es imposible
decidir qué es y qué no es arte, basándose en la obra en sí. Por eso son
los marchands y los propios artistas quienes confieren valor a las
obras por medio de campañas publicitarias, técnicas de relaciones públicas u
operaciones comerciales de subasta y recompra: si se expone en la galería X, el
crítico Y dice que aquello es arte y el millonario Z lo compra a un alto
precio, lo presentado es arte, aunque sea un urinario vuelto del revés.
Los tres criterios que he enunciado
para convertir cualquier cosa en obra de arte, galería, crítico y dinero, no
tienen nada que ver con las propiedades esenciales del objeto, solo con hábiles
movimientos de relaciones públicas.
El taimado Damien Hirst reconoció
con toda candidez que su maestro no es el macabro doctor Moreau, que intenta
hacer arte orgánico con los cromosomas, sino el magnate de las relaciones
públicas Saatchi. En vez de criterios
estéticos, lo que hay es un entramado de galeristas, exposiciones y museos por
medio del cual se otorgan prestigios, se sostienen famas, se fomentan carreras
y se alzan precios, sea lo que sea lo que se vende: tanto da un urinario al
revés, que una tela en blanco, que una vaca en formol.
Por fortuna, todo esto no quiere
decir que el arte se haya terminado o que no nazcan artistas, quiere decir que
las siete artes tradicionales han agotado sus ciclos creativos y será necesario
que surjan el octavo, noveno o décimo, cada uno basado en un soporte material
nuevo, como la cinta fotográfica lo fue para el cine. Incluso el cine, que fue
el arte del siglo XX, está en el periodo manierista de su ciclo: Spielberg es
Veronese, no Rafael.
Las artes nuevas surgirán de soportes
desarrollados con la tecnología atómica, genética, bioquímica, digital y
espacial. El pincel podría ser un haz de electrones, neutrones o rayos gamma.
La escultura se podría basar inquietantemente en ingeniería genética por
manipulación de códigos de proteínas. El
ordenador se podrá conectar directamente al cerebro para inculcarle un curso
universitario o pasar la noche con Marilyn Monroe de puertas adentro; las
puertas de la percepción a que se refería Huxley.
Los instrumentos artísticos los dará
la ciencia, los temas que profundamente interesan a la sociedad en cada época
los intuirá y expresará el arte. Ha terminado el ciclo de unos, pero aparecerán
otros nuevos. Acaso poner color sobre tela se convierte en venerable artesanía,
como escribir novelas, filmar películas o cincelar estatuas, pero nuevas formas
de arte surgirán por cada una que agote su ciclo. La ciencia proporcionará los
nuevos medios e instrumentos, el artista se hará científico y el científico
artista, para realizar el sueño de Leonardo: competir con la naturaleza en la
creación de obras excelsas.”
Luis Racionero, “El arte moderno como montaje
comercial” – El País