Sobre el arte, el feminismo y “la importancia de llamarse Ernesto”.
II.- El maleficio de la domesticidad.
Recuerdo
una entrevista a Josefina Robirosa,
publicada hace años en la revista dominical de Clarín, donde ella decía que para los artistas varones era más
sencillo dedicarse exclusivamente al
arte porque siempre había una mujer detrás de ello que se ocupaba de las molestias
domésticas.
Si hago un
rápido repaso mental, tengo que darle la razón.
La mayoría de los artistas hombre tienen a su cónyuge (primeras,
segundas, indefinidas o inexistentes nupcias) haciéndole de representante o
marchand exclusivo, peleando el precios de sus ventas o corriendo detrás de los espacios
para asegurar sus muestras mientras cubren con gracias todos sus requerimientos
domésticos (ropa limpia, comida caliente, la cama hecha). Es más, aun en los casos que la pareja del
artista sea de su mismo sexo, se aprecia de modo ostensible la convicción y el
esmero en alentar y cuidar el desarrollo artístico de su compañero mientras se
cubren sus necesidades más básicas.
Por el
contrario, cuando quien se dedica al arte es mujer, es habitual ver hacia ella
un trato altamente condescendiente por parte de su entorno, como si fuese un
capricho estúpido, algo que se le permite hacer para que esté “contenta” o para que se “entretenga” en su tiempo libre. No he conocido (aunque probablemente haya, no
lo niego) ninguna artista mujer cuya
pareja masculina apoye en concreto y con convicción su carrera en el arte, que
le dé honesta primacía a su hacer y pública prevalencia a su vocación artística. Así, lo doméstico -a la artista mujer- la
sigue condenando.
La
artista mujer deberá ser siempre primero mujer y después artista (orden de prioridades que nunca se le exigiría
al artista varón). Y por la simple
condición de ser mujer se dará por
hecho que tendrá entre sus ocupaciones lógicas e ineludibles atender una casa,
la comida y la limpieza, el orden genérico de todo, el cuidado de la cría y de
los abuelos de ambos bandos, la obtención de turnos médicos, los debates por
cuestiones escolares, el despioje de niños y el despulgue de perros, la espera
paciente del service del lavarropa y del instalador del cable. Y que, por supuesto, le encantará hacerlo,
porque es mujer y a las mujeres les gustan esas cosas. La mujer se realiza en la domesticidad, pasándole el peine fino a su vástago de
largas y enruladas greñas en la eterna y perdida batalla contra las liendres y
afines. No importa su alto coeficiente
intelectual ni sus logros académicos, el cambiar pañales y fregar los pisos es
el sumun de la realización femenina.
Sentado
esto (extremo, prejuicioso y cierto), reconozco las múltiples excepciones. No porque haya gente que libera a la artista
mujer de estos estigmas malignos sino porque hay artistas mujeres (y mujeres en
general) que son –afortunadamente- inmunes al “deber ser”. Ya no se trata de igualdad (nadie reconocerá
que los quehaceres domésticos son para ciudadanos de segunda categoría), sino de
apelar a la “identidad”: para la
mujer es “natural” dedicarse a esas
cosas, que el “instinto maternal”, “la sensibilidad” y su carácter “nutricio y contenedor”. Y bajo ese pseudo
argumento antropológico-cultural se coaccionará a que el artista de género femenino
postergue su elección (el arte) en pos
de su condición (de mujer).
Tamaña
estupidez no resiste mucho análisis, es verdad. La mera contingencia biológica
de ser hembra no puede constituir un karma que vede la libre elección de
vida. Puede que mi catecismo infantil
esté arrumbado por mi próspero ateísmo, pero creí haber entendido que el libre
albedrío no distinguía géneros e iba válido para los dos sexos. Máxime si resulta que una nace mujer (como en
mi caso) pero con la carencia plena de sentimentalismo emotivo, instinto
maternal de cualquier tipo y una absoluta apatía hacia los mandatos
sociales.
Parece
cruel que sólo a las mujeres se les planteen opciones incompatibles (o sos
una cosa o sos la otra –artista,
por caso-) cuando a los demás –varones-
se les facilita el ser una y otra, lo que quieran, todo a la vez. Sin límites preconcebidos (porque siempre habrá una mujer –mamá o sus
infinitas imitaciones- correteándole detrás juntando sus trastos y esperándolo
a cualquier hora con la mesa puesta y la comida caliente).
A mí,
lejos de darme envidia, esa facilidad que tradicionalmente se les concede a los
hombres me causa pavor. No la querría para mí. Te lo agradezco, pero ¡no!. Me habla de fragilidad y dependencia, de
incapacidad de auténtica libertad intelectual.
Prefiero la desamparada soledad
de no tener a nadie que apoye, cuide o aliente, que el ser siempre el apéndice condicionado de
un otro en la sombra. No ser uno sino la
versión adaptada, corregida y autorizada del titiritero oculto.
Las mujeres
somos, indiscutiblemente, más fuertes.
Resistimos a la domesticidad compulsiva, podemos vivir por nuestra
cuenta sin necesidad de déspotas niñeras eternas y hasta creer que podemos ser
lo que nos venga en gana, intentarlo y, eventualmente, lograrlo. Lo del sexo débil es un chiste tonto. O, como se dice por estos lados, un “relato”.
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