viernes, 6 de febrero de 2015

     Sobre el arte, el feminismo y “la importancia de llamarse Ernesto”.

II.-  El maleficio de la domesticidad.


     Recuerdo una entrevista a Josefina Robirosa, publicada hace años en la revista dominical de Clarín, donde ella decía que para los artistas varones era más sencillo dedicarse exclusivamente al arte porque siempre había una mujer detrás de ello que se ocupaba de las molestias domésticas.

    Si hago un rápido repaso mental, tengo que darle la razón.  La mayoría de los artistas hombre tienen a su cónyuge (primeras, segundas, indefinidas o inexistentes nupcias) haciéndole de representante o marchand exclusivo, peleando el precios de sus ventas o corriendo detrás de los espacios para asegurar sus muestras mientras cubren con gracias todos sus requerimientos domésticos (ropa limpia, comida caliente, la cama hecha).  Es más, aun en los casos que la pareja del artista sea de su mismo sexo, se aprecia de modo ostensible la convicción y el esmero en alentar y cuidar el desarrollo artístico de su compañero mientras se cubren sus necesidades más básicas.

     Por el contrario, cuando quien se dedica al arte es mujer, es habitual ver hacia ella un trato altamente condescendiente por parte de su entorno, como si fuese un capricho estúpido, algo que se le permite hacer para que esté “contenta” o para que se “entretenga” en su tiempo libre.  No he conocido (aunque probablemente haya, no lo niego) ninguna artista mujer  cuya pareja masculina apoye en concreto y con convicción su carrera en el arte, que le dé honesta primacía a su hacer y pública prevalencia a su vocación artística.  Así, lo doméstico -a la artista mujer- la sigue condenando.


     La artista mujer deberá ser siempre primero mujer y después artista (orden de prioridades que nunca se le exigiría al artista varón).  Y por la simple condición de ser mujer se dará por hecho que tendrá entre sus ocupaciones lógicas e ineludibles atender una casa, la comida y la limpieza, el orden genérico de todo, el cuidado de la cría y de los abuelos de ambos bandos, la obtención de turnos médicos, los debates por cuestiones escolares, el despioje de niños y el despulgue de perros, la espera paciente del service del lavarropa y del instalador del cable.  Y que, por supuesto, le encantará hacerlo, porque es mujer y a las mujeres les gustan esas cosas.  La mujer se realiza en la domesticidad, pasándole el peine fino a su vástago de largas y enruladas greñas en la eterna y perdida batalla contra las liendres y afines.  No importa su alto coeficiente intelectual ni sus logros académicos, el cambiar pañales y fregar los pisos es el sumun de la realización femenina.

     Sentado esto (extremo, prejuicioso y cierto), reconozco las múltiples excepciones.  No porque haya gente que libera a la artista mujer de estos estigmas malignos sino porque hay artistas mujeres (y mujeres en general) que son –afortunadamente- inmunes al “deber ser”.  Ya no se trata de igualdad (nadie reconocerá que los quehaceres domésticos son para ciudadanos de segunda categoría), sino de apelar a la “identidad”: para la mujer es “natural” dedicarse a esas cosas, que el “instinto maternal”, “la sensibilidad” y su carácter “nutricio y contenedor”. Y bajo ese pseudo argumento antropológico-cultural se coaccionará a que el artista de género femenino postergue su elección (el arte)  en pos de su condición (de mujer). 

     Tamaña estupidez no resiste mucho análisis, es verdad. La mera contingencia biológica de ser hembra no puede constituir un karma que vede la libre elección de vida.  Puede que mi catecismo infantil esté arrumbado por mi próspero ateísmo, pero creí haber entendido que el libre albedrío no distinguía géneros e iba válido para los dos sexos.  Máxime si resulta que una nace mujer (como en mi caso) pero con la carencia plena de sentimentalismo emotivo, instinto maternal de cualquier tipo y una absoluta apatía hacia los mandatos sociales. 


     Parece cruel que sólo a las mujeres se les planteen opciones incompatibles (o sos una cosa o sos la otra –artista, por caso-) cuando a los demás –varones- se les facilita el ser una y otra, lo que quieran, todo a la vez.  Sin límites preconcebidos (porque siempre habrá una mujer –mamá o sus infinitas imitaciones- correteándole detrás juntando sus trastos y esperándolo a cualquier hora con la mesa puesta y la comida caliente).

     A mí, lejos de darme envidia, esa facilidad que tradicionalmente se les concede a los hombres me causa pavor. No la querría para mí. Te lo agradezco, pero ¡no!.  Me habla de fragilidad y dependencia, de incapacidad de auténtica libertad intelectual.  Prefiero la desamparada  soledad de no tener a nadie que apoye, cuide o aliente,  que el ser siempre el apéndice condicionado de un otro en la sombra.  No ser uno sino la versión adaptada, corregida y autorizada  del titiritero oculto.


  Las mujeres somos, indiscutiblemente, más fuertes.  Resistimos a la domesticidad compulsiva, podemos vivir por nuestra cuenta sin necesidad de déspotas niñeras eternas y hasta creer que podemos ser lo que nos venga en gana, intentarlo y, eventualmente, lograrlo.  Lo del sexo débil es un chiste tonto.  O, como se dice por estos lados, un “relato”.



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