martes, 24 de febrero de 2015



     Creo firmemente en que las cosas –esas cosas en las que hemos intervenido de modo fugaz como sus creadores- tiene un destino propio, por completo independiente de nuestros deseos y de nuestros designios.  Que aun la propiedad intelectual que ejercemos sobre ellas es meramente circunstancial, que si queremos el dominio absoluto debemos optar por no crear nada.  Lo que hacemos es para afuera, para el otro.  Nuestras obras a la larga nos serán ajenas.  Y, honestamente, me parece muy bien que así sea.

     Supongo que a todos los artistas les pasa.  Hay obras que hicimos hace veinte años y que hoy nos resultan tan extrañas como si jamás hubiéramos tenido que ver con ellas. Que nos hacen sentir incapaces de repetir la experiencia.  Si hay suerte (y nuestro trabajo es lo suficientemente bueno para merecer trascender) la obra hará su camino, construirá su propia mitología y al significado original del que la dotó su autor se enriquecerá con los sentidos y la historia que sus eventuales espectadores o sus posteriores propietarios le agreguen.

     Cada vez que tuve la posibilidad de vender una obra (a más del personal halago que implica que alguien aparte de mí la quiera y desee tenerla ante sus ojos cotidianamente), intenté por todos mis medios de posibilitar esa venta, aun cuando en números y beneficios no saliera yo –precisamente- bien parada.  Siempre me interesó que la obra siguiera su camino.  Que avanzara.  Que se fuera lejos de mí.  Y, claro, conservando la fantasía de algún día, dentro de muchos años, volver a encontrarnos y saber que fue de su vida mientras le digo de la mía, como esos viejos amigos del alma que se conservan pese al tiempo y las distancias.



     Ha surgido la oportunidad de que cuatro pequeñas obras pasen a manos de un coleccionista inglés.  La gente normal se estaría planteando esta cuestión como un asunto de negocios.  Yo sólo me preocupo de no obstaculizarle a mi trabajo el llegar a su futuro.  Las cuestiones sensatas (de esas de las que los art-dealers, galeristas y publicistas me sermonean constantemente) me suenan un idioma desconocido  y ajeno a mi interés.  Yo sólo puedo concentrar mi atención en asegurar que mis obras lleguen hasta quién las quiere.  Inician su peregrinar con fe en un buen puerto.  A mi alcance está darles el empujón inicial, encomendándolas a todos los dioses que amparan los largos viajes y aseguran el grato arribo.

     Bon voyage, good trip, gute reise, hasta que nos volvamos a encontrar…






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