Sobre cómo identificar el “arte femenino”.
Uno de
los antológicos afiches de las Guerrilla Girls señala, entre las
ventajas de ser artista mujer, la de “tener
la seguridad de que cualquier tipo de arte que se intente será etiquetado como
femenino” (being reassured that whatever kind of art you make it will be
labeled feminine).
De mi
personal experiencia, resultante de deambular por el circuito de arte “de las afueras”, de salones y concursos
barriales, muestras de semi-aficionados y eventos sencillos de escasos presupuestos
municipales o provinciales, podría decir –generalizando,
y como toda generalización probablemente errónea- que a simple vista uno
podía determinar que si se trataba de una obra de pequeñas dimensiones, de
esmerada factura (aun de fallida o chapucera técnica) y prolijo enmarcado, era
de autoría femenina. Una obra
desmesuradamente grande, en tela sobre bastidor con los bordes así nomás, sin
pintar, sucios o manchados, con un trabajo de pinceladas rápidas y furiosas, era de
autoría masculina. Una expresión de arte
naif, un bucólico paisaje o las consabidas flores y mariposas, es que estamos ante una obra de mujer; un desnudo sórdido, unas figuras enredadas en
exagerada carga erótica, es que estamos ante la obra de un hombre.
Obviamente: ERROR. Soy el ejemplo
más próximo que derrumba todo mi articulado teórico. Pero algo de este manual básico de generalidades
prejuiciosas en el arte puede defenderse desde el plano racional. Las mujeres pintan con más tiempo para
hacerlo (ellas tienen un marido que las mantenga,
no tienen que trabajar); la mujer es
por estructura psíquica más propensa a las obsesiones y a caer en detallismos
extremos y absurdos; la mujer tiende al orden y a la limpieza por mandato
ancestral. O sea…
Los hombres, emocionalmente más toscos (¡con perdón!), de impulsos primitivos,
propensos a la impaciencia y al avasallamiento, se exponen en obras menos cuidadas, sin tanta elaboración, apresuradas, claramente
impulsivas. Los hombres son acción en
bruto. (Nuevamente, y para rebatirme con fundamento, me vienen múltiples imágenes
de obras de arte que entrarían en mi clasificación de arte femenino aunque todos
sabemos que sus autores fueron El Bosco, Veermer, Dalí, Klimt….)
Hablar de
“arte femenino” es tan estúpido como
hablar de “literatura femenina”, “música femenina” o “cine femenino”, definiéndolos sólo por el género de su autor. Más allá de las características biológicas que
diferencian los sexos (órganos reproductivos y hormonas consecuentes), cultural
e intelectualmente no hay diferencias entre hombres y mujeres que sean más
significativas que las que hay entre dos personas entre sí, independientemente
de su género.
Sí
perdura, reconoceré, en las esferas más
altas del mercado del arte, el prejuicio de que el artista varón se
juega por su obra (se arriesga, se hunde en la miseria, pero jamás
negocia) mientras que la artista mujer sólo “juega” a hacer arte, no
compromete nada (porque es madre, y su realización ya está cerrada con su
cría) De ahí que los grandes premios
nacionales, las fastuosas cuelgas en los museos y las grandes retrospectivas
sean invariablemente para artistas varones.
Por eso los grados académicos se los guardan sólo para ellos.
¿A quién
puede extrañarle esta conducta masculina?
Si cuando alardean de virilidad y salen de cacería lo hacen en un “coto de caza”, asegurándose el éxito encerrando
a los animales indefensos en un sector libre de peligros para humanos y de donde
las bestias no tienen la más mínima chance de escape. En el ámbito del arte hacen igual: se aseguran su coto y se convencen y
proclaman de que corren riesgos y los vencen con valor.
Las
mujeres –artistas o no- presenciamos este
circo con apacible condescendencia. Son
como criaturas. Ponerlos en evidencia
implicaría una excesiva cuota de crueldad de nuestra parte, cuota que nos
negamos a desplegar. Histórica negativa femenina
a la crueldad innecesaria que resulta ser la única razón de por qué la
humanidad ha perdurado hasta aquí.
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