Sobre el arte, el feminismo y “la importancia de llamarse Ernesto”.
I.- La auto-discriminación femenina.
Suelo atribuir a mis propias limitaciones (carezco de sentimiento de culpa, de
prejuicios raciales, de género y de religión, y soy incapaz de sentir la más
mínima preocupación por las habladurías de terceros) el no haber tomado
nunca conciencia real de que me discriminaran por “ser mujer”. Normalmente me “discriminan” (entiéndase: se me alejan preventivamente o
directamente huyen de mí) por ser muy rara, pero no por mi
condición femenina. O eso he venido
entendiendo (mal, tal vez).
Sí soy
testigo de múltiples discriminaciones a mi alrededor, las que en la medida de
mis posibilidades combato. En mi trabajo
civil suelo argumentar citando en principio, en voz alta y clara, todo el
relicario de lugares comunes del machismo; a lo que invariablemente mi
interlocutor (varón) exclama espantado “¡yo jamás he dicho eso!”. Mejor, respondo con amable sonrisa. Y queda asentado que el debate de ideas se
hará a partir de ahí sin que importe el género de las partes que intervienen. Está de moda ser políticamente correcto. Nadie va a reconocer en público sus
prejuicios sexistas. Podemos seguir en paz.
Estoy
convencida que gran parte de la discriminación por género es autogenerada (al
menos acá, en Buenos Aires, que es
lo que conozco y donde me muevo). Si uno
está atajándose de entrada se convierte en víctima propiciatoria. Si uno
arranca la conversación diciéndole –aun tácitamente- al otro “soy mujer, soy débil, soy estúpida y sufro
de temor reverencial inculcado hacia cualquier macho de la especie” bueno,
es como que facilita a priori el
camino al abuso.
De
cualquier manera, y esto es un hecho de una contundencia aplastante, tanto a
hombres como a mujeres los educan principalmente mujeres, por lo que no
puede negarse que la existencia de la discriminación de género sigue
sosteniéndose en gran parte por mérito o error femenino.
Pertenezco
a una generación educada por madres trabajadoras e independientes (las liberadas de los sesenta);
generación que tuvo fácil acceso a estudios universitarios y para la que
trabajar no fue un capricho sino una acción lógica y consecuente. En algún momento mi generación creyó honestamente
que ya estaba lograda la igualdad de género.
Evidentemente, una mala interpretación.
Pero no podemos evitar sentir que esa igualdad es una obviedad palmaria y
que las últimas escaramuzas que persisten son más que nada una anécdota o un
chiste malo.
En el ámbito
del arte es cierto que los grandes premios y el reconocimiento de “maestro” se da mayoritariamente a los
caballeros, aunque en la práctica sea muy superior la cantidad de mujeres que
pintan y dibujan. Pero también soy sincera:
esa mayoría mujeril (que pululan por
salones y concursos, basta mirar cualquier catálogo) se dedica al arte como “hobby”, como pasatiempo dominguero o
escape “liberador” tras la crianza de los hijos. No hay compromiso vital ni riesgo concreto como es más habitual encontrar en los
hombres.
Pareciera
que, por la mera condición de mujer, una no va a poder soportar “la bohemia” obligada del arte; que será
necesario un marido para asegurar la manutención y éste colocará límites que se
deberán acatar; y que con críos a cuesta no se puede ser “irresponsablemente artístico”… Por otra parte, y ejemplos existen, las damas
que se han jugado desafiando la comodidad y la conveniencia se han hecho un
nombre tan válido como cualquier hombre.
No serán tantas en proporción pero se me hace que ha sido más por una
auto-discriminación que por un obstáculo machista externo.
El
machismo sigue existiendo, no voy a ser yo quien lo niegue. Pero ante actitud tan infantil y estúpida la
única reacción que una puede tener es condescendencia y piedad. Tratar de no reírse en la cara del pobre
espécimen que ha quedado colgado de la rama acompañando al eslabón perdido de Darwin conversando entre sí con
monosílabos guturales.
Por mi experiencia personal, nunca algo que
quise hacer u obtener se frustró por culpa de ser mujer o de la discriminación
de género. Si no lo obtuve fue porque no
me esforcé lo suficiente o porque no era lo necesariamente buena en mi trabajo
para conseguirlo. Nunca ha sido externa
la limitación sino pura y exclusivamente interna.
Alguna vez alguien me dijo que si uno tiene un
derecho no pide permiso para ejercerlo. Que
la igualdad no es algo que hay que reclamar sino que defender: actuar la
igualdad, saberla cierta e incuestionable. Vivir como igual.
Que todo depende de la propia convicción. Insisto, soy de una generación educada en que
la igualdad de género era algo hecho.
Probablemente por eso mismo es que no me percato de los actos
discriminatorios que presuntamente he sufrido y sufro, a los que he debido ir ignorando
uno tras otro, ya que no he registrado conscientemente ninguno que pueda citar.
Pero a la vez, siempre he considerado que la responsabilidad por lograr
lo que quiero es exclusivamente propia. No hay nadie afuera ni para salvarme ni para echarle la culpa. Si no logro exponer, si no consigo el
reconocimiento, si el mercado del arte me ignora no es porque yo sea “mujer”
sino porque carezco del talento o del mérito suficiente para hacerme un lugar. Así de simple.
No hay comentarios:
Publicar un comentario