jueves, 5 de febrero de 2015

     Sobre el arte, el feminismo y “la importancia de llamarse Ernesto”.

I.-  La auto-discriminación femenina.


     Suelo atribuir a mis propias limitaciones (carezco de sentimiento de culpa, de prejuicios raciales, de género y de religión, y soy incapaz de sentir la más mínima preocupación por las habladurías de terceros) el no haber tomado nunca conciencia real de que me discriminaran por “ser mujer”.  Normalmente me “discriminan” (entiéndase: se me alejan preventivamente o directamente huyen de mí) por ser muy rara, pero no por mi condición femenina.  O eso he venido entendiendo (mal, tal vez).

   Sí soy testigo de múltiples discriminaciones a mi alrededor, las que en la medida de mis posibilidades combato.  En mi trabajo civil suelo argumentar citando en principio, en voz alta y clara, todo el relicario de lugares comunes del machismo; a lo que invariablemente mi interlocutor (varón) exclama espantado “¡yo jamás he dicho eso!”.  Mejor, respondo con amable sonrisa.  Y queda asentado que el debate de ideas se hará a partir de ahí sin que importe el género de las partes que intervienen.  Está de moda ser políticamente correcto.  Nadie va a reconocer en público sus prejuicios sexistas.  Podemos seguir en paz.

    Estoy convencida que gran parte de la discriminación por género es autogenerada (al menos acá, en Buenos Aires, que es lo que conozco y donde me muevo).  Si uno está atajándose de entrada se convierte en víctima propiciatoria. Si uno arranca la conversación diciéndole –aun tácitamente- al otro “soy mujer, soy débil, soy estúpida y sufro de temor reverencial inculcado hacia cualquier macho de la especie” bueno, es como que facilita a priori el camino al abuso.

    De cualquier manera, y esto es un hecho de una contundencia aplastante, tanto a hombres como a mujeres los educan principalmente mujeres, por lo que no puede negarse que la existencia de la discriminación de género sigue sosteniéndose en gran parte por mérito o error femenino.


    Pertenezco a una generación educada por madres trabajadoras e independientes (las liberadas de los sesenta); generación que tuvo fácil acceso a estudios universitarios y para la que trabajar no fue un capricho sino una acción lógica y consecuente.  En algún momento mi generación creyó honestamente que ya estaba lograda la igualdad de género.  Evidentemente, una mala interpretación.  Pero no podemos evitar sentir que esa igualdad es una obviedad palmaria y que las últimas escaramuzas que persisten son más que nada una anécdota o un chiste malo.

     En el ámbito del arte es cierto que los grandes premios y el reconocimiento de “maestro” se da mayoritariamente a los caballeros, aunque en la práctica sea muy superior la cantidad de mujeres que pintan y dibujan.  Pero también soy sincera: esa mayoría mujeril  (que pululan por salones y concursos, basta mirar cualquier catálogo) se dedica al arte como “hobby”, como pasatiempo dominguero o escape “liberador” tras la crianza de los hijos.  No hay  compromiso vital  ni riesgo concreto como es más habitual encontrar en los hombres. 

     Pareciera que, por la mera condición de mujer, una no va a poder soportar “la bohemia” obligada del arte; que será necesario un marido para asegurar la manutención y éste colocará límites que se deberán acatar; y que con críos a cuesta no se puede ser “irresponsablemente artístico”…   Por otra parte, y ejemplos existen, las damas que se han jugado desafiando la comodidad y la conveniencia se han hecho un nombre tan válido como cualquier hombre.  No serán tantas en proporción pero se me hace que ha sido más por una auto-discriminación que por un obstáculo machista externo.

     El machismo sigue existiendo, no voy a ser yo quien lo niegue.  Pero ante actitud tan infantil y estúpida la única reacción que una puede tener es condescendencia y piedad.  Tratar de no reírse en la cara del pobre espécimen que ha quedado colgado de la rama acompañando al eslabón perdido de Darwin conversando entre sí con monosílabos guturales.  

     Por mi experiencia personal, nunca algo que quise hacer u obtener se frustró por culpa de ser mujer o de la discriminación de género.  Si no lo obtuve fue porque no me esforcé lo suficiente o porque no era lo necesariamente buena en mi trabajo para conseguirlo.  Nunca ha sido externa la limitación sino pura y exclusivamente interna.



     Alguna vez alguien me dijo que si uno tiene un derecho no pide permiso para ejercerlo.  Que la igualdad no es algo que hay que reclamar sino que defender: actuar la igualdad, saberla cierta e incuestionable.  Vivir como igual.   Que todo depende de la propia convicción.  Insisto, soy de una generación educada en que la igualdad de género era algo hecho.  Probablemente por eso mismo es que no me percato de los actos discriminatorios que presuntamente he sufrido y sufro, a los que he debido ir ignorando uno tras otro, ya que no he registrado conscientemente ninguno que pueda citar.  

     Pero a la vez, siempre he considerado que la responsabilidad por lograr lo que quiero es exclusivamente propia.  No hay nadie afuera ni para salvarme ni para echarle la culpa.  Si no logro exponer, si no consigo el reconocimiento, si el mercado del arte me ignora no es porque yo sea “mujer” sino porque carezco del talento o del mérito suficiente para hacerme un lugar.  Así de simple.


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