sábado, 28 de febrero de 2015



     Leo en una reseña del libro de Luis Racionero “Los tiburones del arte” (Editorial Stella Maris, febrero 2015) una serie de consideraciones que convalidan mi fe en la humanidad: no estoy sola en mi declaración de guerra a Damien Hirst y su acción degradante del arte real.  Transcribo  por sentirme comprendida y acompañada en mi cruzada por el rescate del más básico sentido común:

 

  “Un tiburón en formol vendido por 12 millones de euros. Una calavera de diamantes cuya puja fue artificialmente inflada por el propio artista. Un urinario convertido en objeto de exposición en las más famosas galerías del mundo. Ya no hay modo de saber si algo es bueno o mediocre: ni siquiera sabemos si algo es arte o no lo es.

¿Cómo hemos llegado a que el mercado y las agencias de marketing controlen el arte? ¿Llegaremos a realizar esculturas en carne viva gracias a la manipulación de los códigos formativos en proteínas? ¿Es el láser un pincel que espera su Leonardo?

Luis Racionero traza un análisis contundente y polémico sobre cómo el mercado ha abducido el arte y lo que cabe esperar en el futuro.

¿Cómo conferir valor a las obras artísticas si no existen criterios para evaluarlas? Los marchands y los propios artistas dan este valor a partir de tres criterios: la galería, el crítico y el millonario que compre. La crítica del arte contemporáneo se enfrenta al muro infranqueable del «todo vale», alzado por las vanguardias a partir de 1910 y que sirve como refugio para la incompetencia. Estos tres criterios «no tienen nada que ver con el objeto en sí, solo con hábiles movimientos de relaciones públicas».

«Ya no hay modo de saber no sólo si algo es bueno o mediocre, sino que ya ni siquiera sabemos si algo es arte o no lo es. La última y repulsiva disolución del arte contemporáneo ha tomado forma de animales en formol. »

La obra del taller de Damien Hirst ha significado «el encuentro del arte y de la vida, del tiburón ‘artístico’ con el tiburón financiero. El tiburón es así el punto de contacto entre dos mundos que solían y deberían permanecer separados: la especulación financiera y el arte.» Este fenómeno ha provocado las ansiadas protestas entre las gentes del arte, que arrastran su silencio desde el error con los impresionistas.

Con esta obra, Racionero elabora un ensayo incisivo para intentar «desligar el valor uso de una obra de su valor de cambio y, para ello, comprender cuál es el valor uso de una obra. »”

Reseña de Maria Jesús Burgueño para Revista de Arte – Logopress 27 de febrero de 2015.-


 


 

     Indagando un poco más, descubro que el autor, Luis Racionero, escribe en el suplemento Babelia de El País de España, en coincidencia con  Arco 2015, un artículo donde se explaya sobre el mismo tema:

 

  “Dado que, a partir de las vanguardias, los creadores, los teóricos y los marchands se dedicaron a destruir los criterios estéticos, en 1920 ya no se sabía –merced a la inestimable colaboración confusionista de Marcel Duchamps- qué era una obra de arte. Si no hay criterios, todo vale, y la obra de arte solo se calibra por su precio en el mercado, nada que ver con los criterios neoclásicos de Winkelmann, con los románticos de la emoción, ni siquiera con el estructuralismo, la semántica o la deconstrucción: solo el dinero y las relaciones públicas.

  Cuando no hay criterios es imposible decidir qué es y qué no es arte, basándose en la obra en sí. Por eso son los marchands y los propios artistas quienes confieren valor a las obras por medio de campañas publicitarias, técnicas de relaciones públicas u operaciones comerciales de subasta y recompra: si se expone en la galería X, el crítico Y dice que aquello es arte y el millonario Z lo compra a un alto precio, lo presentado es arte, aunque sea un urinario vuelto del revés.

  Los tres criterios que he enunciado para convertir cualquier cosa en obra de arte, galería, crítico y dinero, no tienen nada que ver con las propiedades esenciales del objeto, solo con hábiles movimientos de relaciones públicas.

  El taimado Damien Hirst reconoció con toda candidez que su maestro no es el macabro doctor Moreau, que intenta hacer arte orgánico con los cromosomas, sino el magnate de las relaciones públicas Saatchi.  En vez de criterios estéticos, lo que hay es un entramado de galeristas, exposiciones y museos por medio del cual se otorgan prestigios, se sostienen famas, se fomentan carreras y se alzan precios, sea lo que sea lo que se vende: tanto da un urinario al revés, que una tela en blanco, que una vaca en formol.

  Por fortuna, todo esto no quiere decir que el arte se haya terminado o que no nazcan artistas, quiere decir que las siete artes tradicionales han agotado sus ciclos creativos y será necesario que surjan el octavo, noveno o décimo, cada uno basado en un soporte material nuevo, como la cinta fotográfica lo fue para el cine. Incluso el cine, que fue el arte del siglo XX, está en el periodo manierista de su ciclo: Spielberg es Veronese, no Rafael.

  Las artes nuevas surgirán de soportes desarrollados con la tecnología atómica, genética, bioquímica, digital y espacial. El pincel podría ser un haz de electrones, neutrones o rayos gamma. La escultura se podría basar inquietantemente en ingeniería genética por manipulación de códigos de proteínas.  El ordenador se podrá conectar directamente al cerebro para inculcarle un curso universitario o pasar la noche con Marilyn Monroe de puertas adentro; las puertas de la percepción a que se refería Huxley.

 Los instrumentos artísticos los dará la ciencia, los temas que profundamente interesan a la sociedad en cada época los intuirá y expresará el arte. Ha terminado el ciclo de unos, pero aparecerán otros nuevos. Acaso poner color sobre tela se convierte en venerable artesanía, como escribir novelas, filmar películas o cincelar estatuas, pero nuevas formas de arte surgirán por cada una que agote su ciclo. La ciencia proporcionará los nuevos medios e instrumentos, el artista se hará científico y el científico artista, para realizar el sueño de Leonardo: competir con la naturaleza en la creación de obras excelsas.”

Luis Racionero,  El arte moderno como montaje comercial” – El País


 

     (Obvia acotar que proclamo formalmente mi amor incondicional a don Racionero.  Alguien que llama “taimado” a Hirst será por siempre el dueño de mi corazón.)





     Siento que, al menos por hoy, mis conocidos prejuicios contra publicistas, agentes de prensa y hacedores de mercadotecnia en el arte no serán tomados como un capricho sino como una proclama de principios.  Han metido tanta maleza infame entre las dignas plantitas decorativas que mientras éstas no florezcan todo se ha vuelto un informe yuyal. Pero por suerte con el tiempo las flores aparecen y ponen a la hierba mala y al mero yuyo en su lugar.  Lo bueno decanta, me decían alguna vez.  No hay que preocuparse por lo demás, sólo abocarse a ser realmente bueno. Y lo que deba ser, será.



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