Arte
hecho por mujeres versus arte hecho por hombres.
Supongo que
existe una relación entre la pulsión de poder de los hombres (esa que
suele atribuirse a la testosterona) y la propensión hacia el dinero que determina su conducta, aun en el ámbito del arte.
El
artista varón desde sus inicios trata de hacer dinero haciendo arte, aun cuando
la más básica prudencia haría dudar de la conveniencia de “comercializarse”
cuando todavía la obra no está lo suficientemente madura como para ser "comestible".
El hombre
rosquea, negocia, compromete
favores. Un puesto docente, un cargo
político, un contrato para ilustrar o decorar una vidriera. Un mural playero. Toda vía vale para insertar el arte en el
camino del business. No hay escrúpulos en adecuar el “estilo” al utilitarismo del momento
mientras su proverbial capacidad adaptativa implique alguna ganancia económica.
El artista
varón monta un taller donde cobra -caras- sus “lecciones”, y prioriza el pago
de la cuota por sobre el interés en sus discípulos. Muchas artistas mujeres montan también sus
talleres de enseñanza, pero el trato acaba siendo invariablemente más familiar
y afectivo y muchísimo menos comercial (con sus salvedades, claro).
El
artista varón actúa mucho en política, se vincula, va y viene, consigue un
puestito, cobra un subsidio, obtiene un contrato para pintar por encargo según
el gusto del todopoderoso de turno. Como
un pintor de la corte, pero cortoplacista (este asunto de la democracia que
atenta contra la comodidad). Y ya
acostumbrado a la convivencia con el poder, cuando cambia el color político
cambia su lealtad sin empacho y va dónde va la gente (que vota en mayoría).
Considerando este aspecto del asunto, podría diferenciarse el arte hecho
por hombres -abiertamente comercial y acomodaticio, pero a la vez el que más se
muestra en los primeros planos, el mejor posicionado y con más prensa
(oficial)- del arte hecho por mujeres –más intimista, diferenciado y personal,
discreto y exhibido en los márgenes, sin demasiada parafernalia-.
Probablemente esta apreciación mía sea
tendenciosa y sólo sostenida por mis observaciones de campo. Por lo que sucede en los espacios de arte de Buenos Aires -que compruebo físicamente-
y en el mercado internacional -que sigo por publicaciones especializadas y por
la web-. Los artistas hombres en los
titulares y portadas, las artistas mujeres en letra chiquita y a pie de página
par. ¿No hemos sabido conquistar el
espacio? ¿Ellos no juegan limpio y nos
minan el camino de acceso? No sé.
Personalmente, creo que el arte no es una cuestión de “ahoras” sino de posteridad. “El siglo venidero será mi testigo”, decía Rimbaud
según una maravillosa biografía novelada sobre él que leí una vez. El arte que vale, el que perdura y que se
convierte en legado de la humanidad, es el que supera las nimiedades de su
contemporaneidad y se proyecta, dejando en el olvido la identidad de su
autor. Con el tiempo, poco importa quién
lo hizo, como hizo su juego en el mercado, cómo vivió su propia vida (como todos: como
se puede). Cuando el arte
alcanza ese estado de ARTE, se
vuelve indiferente si fue hecho por hombre o por mujer. Esa cuestión es una nimiedad del momento, una
controversia inmediata y absurda que –si la obra es realmente buena- nadie más habrá de tener
en cuenta.
“Hace relativamente pocos años, un
escritor que no nombraré, aunque es un escrúpulo excesivo, tuvo una seria pelea
con su mujer y estaba al borde de la separación. María de Maeztu, amiga mía y de ellos,
intervino para tratar de reconciliarlos.
Me contó que, después de un largo debate con el marido, éste le había
dicho que aceptaría una reconciliación si ella “reconocía que no era un ser
humano”, palabras textuales. La mujer de
este escritor no merecía que la excluyeran del género humano, como suele
ocurrir con ejemplares de ambos sexos nacidos para poner a prueba nuestra
paciencia con el prójimo. Yo la he
tratado. Aquello de reconocer que “no
era un ser humano” iba directo, créase o no, al hecho de haber nacido, la
pobre, del lado de las que ofrecimos la manzana.
Este “si ella reconoce que no es un ser
humano”, nos quedó como un refrán. Creo
que la mayor revolución de los tiempos presentes, y lo he repetido con una
insistencia que justificaría el otorgamiento de un Premio Noble al
empecinamiento, el mayor acontecimiento de orden social, es que las mujeres de
América, África, Asia, Australia (y las Islas Malvinas, a lo mejor) estén de
acuerdo para proclamar: “No reconocemos que no somos seres humanos iguales al
que nos dio su costilla. Si de este hueso
se trata, por considerar que constituye una deuda, estamos dispuestas a la
devolución. No dudamos que la medicina
moderna sea capaz de injertarnos una costilla de material plástico.”
Victoria
Ocampo, Testimonios Octava Serie
1968/1979, Editorial Sur Buenos Aires 1971,
páginas 302/303.
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