viernes, 13 de febrero de 2015

Arte hecho por mujeres versus arte hecho por hombres.


   Supongo que existe una relación entre la pulsión de poder  de los hombres (esa que suele atribuirse a la testosterona) y la propensión hacia el dinero que  determina su conducta, aun en el ámbito del arte.

     El artista varón desde sus inicios trata de hacer dinero haciendo arte, aun cuando la más básica prudencia haría dudar de la conveniencia de “comercializarse” cuando todavía la obra no está lo suficientemente madura como para ser "comestible".

     El hombre rosquea, negocia, compromete favores.  Un puesto docente, un cargo político, un contrato para ilustrar o decorar una vidriera.  Un mural playero.  Toda vía vale para insertar el arte en el camino del business.  No hay escrúpulos en adecuar el “estilo” al utilitarismo del momento mientras su proverbial capacidad adaptativa implique alguna ganancia económica.

    El artista varón monta un taller donde cobra -caras- sus “lecciones”, y prioriza el pago de la cuota por sobre el interés en sus discípulos.  Muchas artistas mujeres montan también sus talleres de enseñanza, pero el trato acaba siendo invariablemente más familiar y afectivo y muchísimo menos comercial (con sus salvedades, claro).

     El artista varón actúa mucho en política, se vincula, va y viene, consigue un puestito, cobra un subsidio, obtiene un contrato para pintar por encargo según el gusto del todopoderoso de turno.  Como un pintor de la corte, pero cortoplacista (este asunto de la democracia que atenta contra la comodidad).  Y ya acostumbrado a la convivencia con el poder, cuando cambia el color político cambia su lealtad sin empacho y va dónde va la gente (que vota en mayoría).

     Considerando este aspecto del asunto, podría diferenciarse el arte hecho por hombres -abiertamente comercial y acomodaticio, pero a la vez el que más se muestra en los primeros planos, el mejor posicionado y con más prensa (oficial)- del arte hecho por mujeres –más intimista, diferenciado y personal, discreto y exhibido en los márgenes, sin demasiada parafernalia-.

        Probablemente esta apreciación mía sea tendenciosa y sólo sostenida por mis observaciones de campo.  Por lo que sucede en los espacios de arte de Buenos Aires -que compruebo físicamente- y en el mercado internacional -que sigo por publicaciones especializadas y por la web-.  Los artistas hombres en los titulares y portadas, las artistas mujeres en letra chiquita y a pie de página par.  ¿No hemos sabido conquistar el espacio?  ¿Ellos no juegan limpio y nos minan el camino de acceso?  No sé.

     Personalmente, creo que el arte no es una cuestión de “ahoras” sino de posteridad.  “El siglo venidero será mi testigo”,  decía Rimbaud según una maravillosa biografía novelada sobre él que leí una vez.  El arte que vale, el que perdura y que se convierte en legado de la humanidad, es el que supera las nimiedades de su contemporaneidad y se proyecta, dejando en el olvido la identidad de su autor.  Con el tiempo, poco importa quién lo hizo, como hizo su juego en el mercado, cómo vivió su propia vida (como todos: como se puede).  Cuando el arte alcanza ese estado de ARTE, se vuelve indiferente si fue hecho por hombre o por mujer.  Esa cuestión es una nimiedad del momento, una controversia inmediata y absurda que –si la obra es realmente buena- nadie más habrá de tener en cuenta. 


     “Hace relativamente pocos años, un escritor que no nombraré, aunque es un escrúpulo excesivo, tuvo una seria pelea con su mujer y estaba al borde de la separación.  María de Maeztu, amiga mía y de ellos, intervino para tratar de reconciliarlos.  Me contó que, después de un largo debate con el marido, éste le había dicho que aceptaría una reconciliación si ella “reconocía que no era un ser humano”, palabras textuales.  La mujer de este escritor no merecía que la excluyeran del género humano, como suele ocurrir con ejemplares de ambos sexos nacidos para poner a prueba nuestra paciencia con el prójimo.  Yo la he tratado.  Aquello de reconocer que “no era un ser humano” iba directo, créase o no, al hecho de haber nacido, la pobre, del lado de las que ofrecimos la manzana.
  Este “si ella reconoce que no es un ser humano”, nos quedó como un refrán.  Creo que la mayor revolución de los tiempos presentes, y lo he repetido con una insistencia que justificaría el otorgamiento de un Premio Noble al empecinamiento, el mayor acontecimiento de orden social, es que las mujeres de América, África, Asia, Australia (y las Islas Malvinas, a lo mejor) estén de acuerdo para proclamar: “No reconocemos que no somos seres humanos iguales al que nos dio su costilla.  Si de este hueso se trata, por considerar que constituye una deuda, estamos dispuestas a la devolución.  No dudamos que la medicina moderna sea capaz de injertarnos una costilla de material plástico.” 


Victoria Ocampo, Testimonios Octava Serie 1968/1979, Editorial Sur Buenos Aires 1971, páginas 302/303.



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