Nobleza obliga, y ayer a última hora los
marcos de Portulano y de 1592 estuvieron listos y en casa.
Y si bien me
costaron una pequeña fortuna (todo está
tan caro, pero al perderse toda
proporción por mor a una inflación que según el gobierno no existe pero que ha
vuelto a la yerba -¡la yerba del mate!- un objeto suntuario, ya no sé…) han valido cada dichoso centavo. Cuando
rezongo sobre mi trabajo civil, sobre
dedicarle tanto tiempo a una actividad mercenaria que cada vez tiene menos que
ver conmigo y clamo a los cielos el ¡¿por qué?!, una buena respuesta
sería: Por los marcos. Es un
lujo que me doy: trabajo por el vil
dinero que me permite costearme marcos bonitos que completan el montado de mis obras.
Uno concibe una idea, la trabaja, se aproxima a la intención, la firma,
pero no acaba ahí. Hay que mostrarla de cierto
modo, con determinado espacio, a una particular luz. El marco permite eso. El marco, los paspartús, los vidrios, el
tamaño del montaje. Ese entorno
determina una manera de mirar que muchas veces es parte de esa idea original,
de esa mirada que quiere invitarse a tener al espectador.
El marco no es una mera cuestión decorativa, un “capricho” que el adquirente puede darse para que combine la obra con la decoración de su sala o su escritorio. El marco puede ser parte de la concepción de la obra. Al menos lo es para mí. Por eso, cuando me resigno a achicar portentosamente mis gastos los próximos meses por haber agotado reservas en una varilla dorada y en un excesivo corte de paspartú para igualar dos obras originariamente de distinto tamaño, me detengo a contemplar a estas dos chicas de Cartográfica. Lucen tan bien juntas, tan igualadamente equilibradas en verdes y dorados tras el resplandor del vidrio (vidrio común, porque el antireflex se come la gracia de la mixtura) que me digo que realmente vale la pena la severa austeridad que sigue en mi cotidianidad de artista que se autofinancia. Vale la pena.
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