miércoles, 2 de abril de 2014



Sobre la infalibilidad de la crítica (de arte) y de cómo el artista es, inevitablemente, un artista.





“Paul Cézanne, que nació el 19 de enero de 1839 en Aix-en Provence, hijo de un banquero francés y de una antigua sombrerera, soportó pacientemente una carrera de fracasos y rechazos hasta ser reconocido como uno de los pintores más profundamente originales de la época moderna.  Sus cartas de juventud a su amigo Émile Zola revelan a un estudiante romántico, infatigable garabateador de versos y bocetos y sin talento aparente para ninguna de las dos actividades. (…) Su carrera no evolucionaba.  No fue admitido a la École des Beaux-Arts y, desde 1853, sus obras fueron rechazadas sistemáticamente por el Salón.  Cobró fama, e incluso fue caricaturizado en la prensa, por su obcecada negativa a admitir su propia incompetencia. (…)  Las gentes de Aix se burlaban de él y de sus obras; y cuando pedían ver sus pinturas, Cézanne les lanzaba un ´¡idos al diablo!´. (…)  En la primera exposición  impresionista de 1874, a pesar de que sus telas fueron ridiculizadas por la crítica, el Conde Doria compró su Maison du Pendu (1873-4; Louvre, París) por 300 francos.” 

Historia Universal del Arte – Tomo IX,  SARPE, Madrid 1984, pág. 1323.






La breve estancia en Arles –poco más de un año- señalada por muchos hechos perturbadores, choques, rupturas, agravios a la esencia de su personalidad fue, sin embargo, el período más fecundo de la actividad pictórica de Van Gogh, aquél en el que su obra alcanzó acentos grandioso, aquél en que se realizó plenamente y su genio se afirmó y dio la medida de sí mismo.  Aproximadamente doscientas pinturas y un centenar de dibujos, de logros quizá aun más perfectos, es el considerable balance de este primer contacto con el Mediodía de Francia.  Frente a esta acumulación de obras maestras, perfectamente homogéneas, que constituyen partes de un todo inmenso, nos podemos preguntar cómo sus contemporáneos –los mejores no ignoraban la existencia de Van Gogh- pudieron permanecer indiferentes frente a la aparición de semejante meteoro, uno de los más fulgurantes de la historia de la pintura.” 

Jacques Lassaigne, Vincent Van Gogh,  Los Impresionistas, Viscontea Buenos Aires 1982, pág. 51.






“Pintor es y pintor será; ya sea cuando aún joven, traduce en tonos pardos a Holanda o cuando, mayor, como divisionista, pinta Montmartre y sus jardines y, por fin, con empastes furiosos, el Mediodía o Auvers-sur-Oise.  Que dibuje o no, que se pierda en la mancha o en las deformaciones, pintor siempre será.  Y es esto, lo que junto con las raras armonías que a veces encuentra en una nueva combinación de algunos tonos, lo que lo hace digno de consideración y lo coloca en el vivísimo grupo de los genios.” 

Émile Bernard, Prefacio a Lettres de Vincent van Gogh, París, Vollard, 1911, pág. 10,11.







 “Los cuatro años que precedieron mi expulsión del seno de la familia, los viví en un estado de constante y acusada ´subversión espiritual´. Fueron cuatro años auténticamente nietzscheanos para mí.  Mi vida en aquellos tiempos resultaría incomprensible si no la situáramos en aquel ambiente.  Fue la época en que estuve encarcelado en Gerona, en que uno de mis cuadros, destinado al Salón de Otoño de Barcelona, fue rechazado a causa de su obscenidad, y en que escribía cartas llenas de injurias, firmadas en colaboración con Buñuel y dirigidas a los médicos humanistas y a todos los personajes de más prestigio de España, incluido el Premio Nobel Juan Ramón Jiménez. (…)  Cuando los surrealistas descubrieron en casa de mi padre, en Cadaqués, el cuadro que acababa de pintar y que Paul Eluard bautizó: El juego lúgubre, quedaron escandalizados con los elementos anales y escatológicos de la imagen representada.  Gala, más que nadie, desaprobó mi obra con un ardor que aquel día me exasperó… (…)  En resumen, embebido de todo lo que los surrealistas habían publicado, con el beneplácito de Lautréamont y el marqués de Sade, hice mi entrada en el grupo, armado de una buena fe ciertamente jesuítica, pero conservando en el fondo la segunda intención de convertirme rápidamente en su jefe.  ¿A santo de qué iba a sentirme incomodado por escrúpulos cristianos hacia mi nuevo padre, André Breton, cuando no los había tenido para quien me había dado realmente el ser?  Me tomé, pues, el surrealismo al pie de la letra, sin despreciar la sangre ni los excrementos de los que sus prosélitos nutrían sus diatribas.  Al igual que me había esmerado en convertirme en un perfecto ateo leyendo los libros de mi padre, también fui un estudiante de los surrealismos tan concienzudo que rápidamente me convertí en el único ´surrealista integral´.  Hasta el punto que acabaron de expulsarme del grupo por ser excesivamente surrealista.  Los motivos alegados me parecieron del mismo calibre que aquellos que habían provocado mi expulsión del círculo familiar.”  

Salvador Dalí, Diario de un Genio, Tusquets Editores, S.A. Barcelona 1992, pág. 21/23.






 “Julio II y Miguel Ángel penetraron en la Capilla Sixtina. (…) …el Papa se detuvo en medio de esa vasta capilla y, levantando su mano hacia la bóveda, dejó escapar estas pocas palabras, como cosa perfectamente natural:
-Desde la muerte de mi tío, la decoración de este hermoso monumento ha permanecido inconclusa en su mayor parte.  Quiero que se diga: Julio II dio fin a lo que Sixto IV había comenzado. He aquí la obra que te destino.  Serás a un tiempo arquitecto, pintor y decorador. (…)
Miguel Ángel miró al Papa en los ojos para asegurarse de que hablaba seriamente.
-Y bien, ¿no me contestas?- prosiguió el Papa.
-Creo no haberos oído bien- replicó el artista extrañado.
-Te he elegido para pintar al fresco el techo de la Capilla Sixtina. ¿Has comprendido ahora?
-Su Santidad se burla de su pobre servidor. (…)  Mi oficio es manejar el cincel y el mazo.  Jamás he pintado en mi vida e ignoro hasta los procedimientos mecánicos de los frescos.  Es cierto que dibujé un cartón para la sala del Consejo de Florencia, pero era un dibujo, nada más.  ¿Cómo queréis que a mi edad cambie repentinamente de carrera? (…)
-He dicho lo que quiero y tú debes obedecer.
-Y yo os digo, Santo Padre, que esa idea no podía nacer de Vuestra Santidad.  Es una trampa infame que me tienden mis enemigos.  Si rehúso, permaneceré arrinconado y sin obras que realizar, cayendo en desgracia ante vos.  Si acepto, fracasaré infaliblemente y perderé la poca reputación que he adquirido con mi arte. (…)
En medio de los tormentos de toda suerte que asaltaron a Miguel Ángel durante esta gran prueba, es necesario contar también las impaciencias, los enojos, las amenazas del volcánico pontífice.  No obstante su ancianidad y su enfermedad, ese hombre indomable, subía a cada instante al andamio, se deslizaba bajo la bóveda, regañaba, aconsejaba, apuraba al pobre artista, que hubiera dado con la mejor voluntad los años de vida que le quedaban para que lo dejaran trabajar en paz.
Un día eran reparos sobre el excesivo empleo de colores brillantes y la pobreza de los dorados. (…)  Otras veces eran quejas y exclamaciones sobre la lentitud del artista:
-¿Cuándo concluirás?- protestaba el Papa.
-Cuando me sienta satisfecho- respondía Miguel Ángel.
(…)  No trataré de describir la impresión fulminante y terrible que produjo esta obra maestra cuando fue expuesta a la admiración pública.”  

Alejandro Dumas, Pintores del Renacimiento, Miguel Ángel Buonarroti Editorial Claridad S.A. Buenos Aires 2008, pág. 35/37.










No hay comentarios:

Publicar un comentario