La fugaz
fantasía épica de que nuestro equipo ganara el Mundial de Futbol se convirtió
en atroz pesadilla con una facilidad que
si no fuera porque yo sé que es verdad pensaría que se trata del argumento –un poco
trillado- de un cuento macabro.
No será la
primera vez que uno presencia violencia e irracionalidad por TV, pero cada vez
parece más extrema y más absurda. Y dura
más, y mete más miedo.
Mientras me
lamía las heridas por el subcampeonato y amagaba a sonreir frente al montón de
familias que en el Obelisco
festejaban la lucha, la dignidad y el
mérito que implica un segundo puesto tras haber jugado muy bien el último encuentro,
de pronto empezaron corridas, gente colgada de los semáforos, y progresivamente,
más y más maldad, más destrucción indiscriminada, robos, saqueos. Y burla.
Un muchacho que roba de un negocio una butaquita roja y se sienta con
indolencia en mitad de la 9 de Julio. Viene un par más, se aproximan a él en
postura canchera y triunfal, y se sacan una foto con el celular. Una
selfie del éxito de su barbarie.
Uno miraba
anonadado a la policía actuar como en un film futurista, líneas de hombres con
escudo y casco y líneas de motociclistas de a dos, todos en formación y en
avance, y un montón de personas rompiendo las veredas para proveerse de
cascotes con que repeler el avance de la policía. ¿Contra qué protestaban? De nada, porque se los veía alegres y
saltarines. ¿Qué pedían? Nada, salvo que fuera quedarse con la Plaza de la República y nuestro Obelisco –vaya uno a saber con qué
intención-. ¿Qué se ganó con esto? Nada.
Nada. Sinrazón por la sinrazón
misma. Incomprensible y pavoroso.
Cerca de la
medianoche daba ganas de llorar ver como saqueaban un bar y un teatro (¡un
teatro!), y como las ambulancias que acudían a asistir a los heridos eran también
atacadas por lo que no podían ni acercarse a cumplir su labor. ¿De qué se trató todo esto?
Personalmente
creo que es otra cosa. Más profunda y
más grave. Los malos gobiernos, los
desmanejos económicos y la destrucción intencional de la educación han derivado
en la generación de una subcultura con parámetros diametralmente distintos y
hasta antagónicos con los que fueran mayoritariamente propios de nuestra
sociedad.
Durante los últimos veinte
años la marginación y la miseria se profundizó y en los últimos años se las
legitimizó (¿qué otra cosa ha sido el dictar una ley que establece el “Día
de los valores villeros”?).
Cuando un ministro de la Corte
Suprema de Justicia sale a decir que el delincuente no es responsable por
su accionar delictivo sino que lo es la sociedad que lo margina (por delincuente), sólo se puede gritar de impotencia y terror.
Es evidente
que los que han detentado el poder en la Argentina los últimos años han jugado
negligentemente con el futuro de la Nación, y que probablemente el daño causado
ya no pueda repararse. Objetivamente, hay
dos formas de vida, dos idiomas, dos maneras de entender los derechos y las
obligaciones, instaladas en el país. Dos
idiosincrasias que se vuelven más y más irreconciliables. Un “ellos” y un “nosotros”.
Un bando con resentimiento visceral y
convicción de que por la fuerza y la violencia puede obtenerse todo, hasta lo
que no se merece. El otro bando
aterrorizado y reducido a instinto animal de preservación, que solo tiende a defenderse de un modo
más irracional que su atacante. Un odio
mutuo que se acrecienta y se desborda. ¿Cómo
pudimos permitir que nos hicieran esto?
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