viernes, 18 de julio de 2014


  Mi dibujo en fibra verde sobrevivió al barniz.  Adquirió una textura "arenosa", que atribuyo a la baja calidad de la laca en aerosol que usé, pero la tinta resistió y no alteró los bordes de las líneas.  Ahora sigue el emprenderla con la figura central, inicialmente en óleo y después con lo que sea.  

  Siempre he afirmado (aun a riesgo de que mi circunstancial interlocutor me mire raro), que cada obra en su ejecución pide lo que necesita y quiere.  No es una cuestión esotérica ni mística, sencillamente es el natural equilibrio interno de la obra que pide el que se complementen o acentúen ciertos sectores para logra la armonía perfecta que torne agradable su contemplación.

  Un viejo pintor de Lanús, allá por mis diecisiete o dieciocho años -cuando por primera, última y única vez participé en un certamen de manchas o sea pintura rápida al aire libre- me enseñó a mirar la obra para determinar si estaba o no terminada: la puso patas para arriba y con su mano trazó  unas imaginarias diagonales.  Si al contemplar -me dijo-  cada sector de los cuatro en que quedaba dividida por las diagonales, y al revés, todavía se entendía y resultaba grata, era que ya estaba lista. 

  Muchos años después, otro pintor me contó que él  miraba la obra a través de un espejo para poder verla con la perspectiva de un extraño.  Si la imagen que reproducía el espejo estaba equilibrada ya era el momento de firmarla.

  Ni que decirlo, yo suelo mirar mis dibujos del revés, a través del espejo y a través del lente de mi camarita de fotos.  Busco la distancia y una mirada diferente de la que me resulta "normal" cuando estoy trabajando.  Ese alejamiento es esencial para ver los errores.  También aplico ese sistema -vox populi entre los artistas- de voltear la obra hacia la pared y dejarla un tiempo aparte, lejos de nuestros ojos, para al cabo volver y contemplarla con desapego y  frialdad y poder concluirla bajo sus propias reglas.

  Estos "métodos", poco académicos y más vinculados con el oficio, me corroboran que cada obra es una entidad distinta de su creador, que necesariamente habla un idioma propio y distinto.  Cada obra establece un ritmo, un tiempo y un código estético; y en ese entendimiento, cada obra "pide" lo que necesita para completar su integridad. 

 Uno parte de una idea inicial, un esbozo o una imagen vaga, pero al irse definiendo la autonomía de la obra esta empieza a reclamar sus necesidades.  Un buen artista -en mi opinión- es aquel que puede correrse del protagonismo y dejar que la obra lo utilice para SER independientemente de su autor. Uno actúa como mero instrumento de lo que será en definitiva importante y trascendente: una obra capaz de conmover  y  de perdurar en el tiempo  más allá de su circunstancial creador.  


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