domingo, 14 de septiembre de 2014

El paroxismo de la teoría como arrogancia intelectual y antesala del infierno.


  Uno de mis libros favoritos (uno, porque en eso de las preferencias literarias tengo el corazón de un turco en condominio múltiple: me es imposible la monogamia) es El Péndulo de Foucault ,  de Umberto Eco

  Creo que en esa obra se resume el absurdo al que pueden llegar las teorías que se sustentan sólo en su teorización,  y las secuelas nefastas que acarrean cuando se abisma el extremo.  Si bien  Eco es satírico en su relato, uno puede encontrar remembranzas políticas, económicas y religiosas de nuestra realidad cotidiana.

  El eje central de la historia que unifica todas las historia (Eco es múltiple, es evidente que se divierte al escribir) es el juego intelectual e irresponsable de los tres protagonistas, Belbo, Casaubon y Diotallevi, que acaba causando la muerte de los tres: al cabalista  Diotallevi por muerte “natural” por generar el caos del universo y de su cuerpo; al espectador impasible  Belbo por homicidio ante su hartazgo heroico de la estupidez humana; y al narrador incrédulo Casaubon, que muere en expectativa, que cierra la novela a la espera de sus asesinos comprendiendo el error cometido.  

  Los tres protagonistas se burlan de las creencias esotéricas de los otros (varios, confusos, indefinidos), y construyen a fuerza de su superioridad intelectual una verdad paralela, una Verdad secreta, El Plan.  Los otros quieren el secreto –que no existe- y ellos pagan con su vida su suprema arrogancia.


  “¿Qué pensaba yo en realidad hace quince años?  Consciente de mi incredulidad me sentía culpable entre la multitud de los que creían.  Puesto que sentía que no se equivocaban, decidí creer como quien se toma una aspirina.  Daño no hace, y uno mejora.”  (Casaubon, pág. 74/75)


  “…En el mundo están los cretinos, los imbéciles, los estúpidos y los locos. (…) En suma todo el mundo, si se mira bien, participa de alguna de estas categorías… digamos que la persona normal es la que combina razonablemente todos esos componentes o tipos ideales. (…) El cretino ni siquiera habla, babea, es espástico.  Se aplasta el helado contra la frente, no puede coordinar los movimientos.   Entra en la puerta giratoria por el lado opuesto… se lo reconoce enseguida… Ser imbécil ya es más complicado.  Es un comportamiento social.  El imbécil es el que habla siempre fuera del vaso. (…)  El imbécil está muy solicitado, sobre todo en las reuniones mundanas.  Incomoda a todos, pero les proporciona temas de conversación.  En su versión positiva llega a ser diplomático.  Habla fuera del vaso cuando otros han metido la pata, consigue cambiar de tema. (…)  El estúpido no se equivoca de comportamiento.  Se equivoca de razonamiento. (…) El estúpido incluso puede decir algo correcto, pero por razones equivocadas.  (…)  El estúpido es muy insidioso.  Al imbécil se le reconoce enseguida (y al cretino ni qué decir)  mientras que el estúpido razona casi como uno, sólo que con una desviación infinitesimal… se publican muchos libros escritos por estúpidos, porque a primera vista son muy convincentes.  (…)  Al loco se lo reconoce enseguida.  Es un estúpido que no conoce los subterfugios.  El estúpido trata de demostrar su tesis, tiene una lógica, cojeante, pero lógica es.  En cambio, el loco no se preocupa por tener una lógica, avanza por cortocircuitos.  Para él, todo demuestra todo,  El loco tiene una idea fija, y todo lo que encuentra le sirve para confirmarla… siempre está dispuesto a recibir revelaciones.  Y le parecerá extraño, tarde o temprano el loco saca a relucir a los templarios.” (Belbo,  pág. 91/96).


  “-Porque nuestro Diotallevi se empeña en decir que es judío.
-¿Cómo que me empeño?-preguntó picado Diotallevi-. Soy judío. ¿Usted tiene algo en contra, Casaubon?
-Imagínese usted.
-Ditallevi- dijo Belbo con decisión-, tú no ere judío.
-¿Qué no? ¿Y mi nombre? Como Graziadio, Diosiaconté, traducciones del hebreo, nombres de gueto, como Shalom Aleichem.
-Diotallevi es un nombre de buen augurio que los funcionarios municipales solían dar a los expósitos: ´Diostecrie´. Y tu abuelo era un expósito.
-Un expósito judío.
-Diotallevi, tienes piel rosada, voz estridente y eres casi albino.
-Si hay conejos albinos, también habrá judíos albinos.
-Diotallevi, uno no puede decidir hacerse judío como decide hacerse filatélico o testigo de Jehová.  Judío se nace.  Resígnate, eres un gentil como todos.
-Estoy circuncidado.
-¡Vamos! Cualquiera puede hacerse circuncidar por higiene.  Basta un médico con termocauterio. ¿A qué  edad te has hecho circuncidar?
-No empieces con sutilezas.
-Por el contrario, sutilicemos.  El judío sutiliza.
-Nadie puede probar que mi abuelo no fuera judío.
-Claro, era un expósito. (…)
-…Y por encima de las razones burocráticas, porque incluso el registro civil puede leerse sin limitarse a la letra, están las razones de la sangre, y la sangre dice que mis pensamientos son exquisitamente talmúdicos, y sería racismo de tu parte sostener que un gentil puede ser tan exquisitamente talmúdico como yo siento que soy.
Salió.  Belbo me dijo:
-No le haga caso.  Esta discusión se produce casi cada día, salvo que cada día trato de usar un argumento nuevo.  Lo que sucede es que Diotallevi es un devoto de la Cábala.  Pero también hubo cabalistas cristianos.  Además, oiga Casaubon, si Diotallevi quiere ser judío, de ninguna manera puedo oponerme.
-Claro que no.  Somos democráticos.
-Somos democráticos.” (pág. 109/110)


  “Cuando nos comunicábamos unos a otros los frutos de nuestra fantasía, teníamos la impresión, razonable, de que nos estábamos basando en asociaciones injustificadas, en extraordinarios cortocircuitos, de los que nos habríamos avergonzado, por habérnoslo creído, si alguien nos lo hubiera criticado. (…) Sin embargo… con la tranquila conciencia de estar acumulando elementos para una parodia de mosaico, nuestro cerebro se iba habituando a relacionar, relacionar, relacionar cualquier cosa con cualquier otra, y para hacerlo automáticamente era necesario adquirir el hábito.  Creo que, a cierta alturas, ya no hay diferencia entre acostumbrarse a fingir que se cree y acostumbrarse a creer.” (Casaubon, pág. 599).


  “Creo que Belbo fue a París para decirles que no había secretos… Y que más inmundo y más estúpido que nadie era él, que no sabía nada y se lo había inventado todo…  En París debió de haber tenido el primer contacto y se dio cuenta de que Ellos no creían en sus palabras.  Eran demasiado sencillas.  Esperaban una revelación, so pena de muerte.” (Casaubon, pág. 728).   Umberto Eco, El Péndulo de Foucault, Random House Mondadori, Buenos Aires 2004.






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