domingo, 28 de septiembre de 2014



   La única reacción digna sería la indiferencia, pero mi dignidad está en baja y la única reacción que me sale es la furia frustrada.   El asunto de alistar las piezas que conforman mi políptico El Portal de las Listas de Ángeles y Demonios para que se pueda colgar es tan desesperante como inútil.  

   Desespera por un montón de pequeñeces estúpidas que todas juntas pueden desequilibrar al más estoico de los mártires.  Primero, en las tres ferreterías que fui no tenía la cantidad de pitones (esos tornillitos con la cabeza en forma de rulo por donde se pasa la tanza o el alambre en la parte posterior de los cuadros) que yo necesitaba.  Son once piezas, veintidós pitones, pedía veinticuatro en un exceso de tener un repuesto por si se me caía alguno al suelo y no tenía ganas de barrer para buscarlo. (Cuestión aparte que la única escoba de casa la intervine para el evento de la UBA y no voy a usar a mi Escoba Enmascarada para barrer, ¡y menos antes de la muestra!, pero eso que le importaba al ferretero...)  Yo necesitaba 24 pitones y él ¡no tenía semejante cantidad! ¿Existe un límite de pitones que puede pretenderse comprar sin ofender al señor de la ferretería?  


   Hubo que ir en peregrinación, compilando los malditos tornillos que ni son todos iguales ni tienen (descubro al usarlos) el debido filo y la conveniente punta.  Los odiosos tornillitos no atornillan.  Entonces hay que tratar de calzarlos agujereando la madera primero, lo que tampoco es fácil, porque el estúpido pino de los bastidores tiene nudos de madera más dura y como se supone que los pitones van todos a la misma altura para que cuando se los cuelgue queden derechos…  Parece mentira que tarea tan mínima pueda causar tanto fastidio.  ¿Y todo para qué?  Para que queden igualmente horrorosamente torcidos al colgarlos y venga entonces el curador de turno (el que seguramente en su vida tuvo que lidiar con un desgraciado pitón sin punta que no entra en el bastidor porque el nudo de la madera decidió ponerse ahí, justamente ahí, donde debería ir el tornillo) a opinar a los gritos -con el tono de falsete grandilocuente que corresponde a esas funciones- que está todo pésimamente colgado y que hay que modificarlo inmediatamente.  Claro, ¿cómo?  ¿Pegó las obras a la pared con engrudo?  


   Y no nos olvidemos de la dichosa tanza, el sedal, ese hilito de nylon que uno intenta anudar a la cabeza del pitón, pero el nudito se deshace, y entonces uno tira y tira, para apretar el nudo, y lo único que logra es cortarse los dedos y sangrar copiosamente sobre el cuadro que ingenuamente pretende alistar para colgar.  ¿Por qué usamos tanza?  Supongo que por la misma razón que en un tiempo (cuando yo empecé a mostrar mis trabajos) usábamos anzuelos para colgar.  Y si la tanza te corta la piel el anzuelo puede hasta sacarte un ojo.  Eran épocas salvajes aquellas, ni quién lo dude; a veces me pregunto cómo logré sobrevivirlas.  Y si uno tuviera honestidad intelectual debería dejar de comer pescado; la vida de estos seres es absolutamente miserable.


   Pero lo gracioso (¡perverso!) de todo este suplicio, es que es absolutamente inútil. Estoy colocando pitones y tanza que seguramente cuando en concreto intente colgar las obras en el C. C. Borges voy a tener que sacar de los bastidores para poder apoyarlos contra la pared en forma pareja y que no se desmerezca la obra en conjunto por los desniveles.  Y cuando eso pase, voy a estar peor que al principio, porque voy a seguir sin saber cómo colgarlos pero con las manos todas cortajeadas y con mi sistema nervioso destrozado.  Y un par de las mascaritas de El Portal con los rastros sanguinolentos de mi obstinación y mi torpeza.



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