La única reacción
digna sería la indiferencia, pero mi dignidad está en baja y la única reacción que me sale es la furia
frustrada. El asunto de alistar las
piezas que conforman mi políptico El Portal de las Listas de Ángeles y
Demonios para que se pueda colgar es tan desesperante
como inútil.
Desespera por un
montón de pequeñeces estúpidas que todas juntas pueden desequilibrar al más
estoico de los mártires. Primero, en las
tres ferreterías que fui no tenía la cantidad de pitones (esos tornillitos con
la cabeza en forma de rulo por donde se pasa la tanza o el alambre en la parte
posterior de los cuadros) que yo necesitaba.
Son once piezas, veintidós pitones, pedía veinticuatro en un exceso de
tener un repuesto por si se me caía alguno al suelo y no tenía ganas de barrer
para buscarlo. (Cuestión aparte que la
única escoba de casa la intervine para el evento de la UBA y no voy a usar a mi Escoba Enmascarada para barrer, ¡y menos antes de la muestra!,
pero eso que le importaba al ferretero...)
Yo necesitaba 24 pitones y él ¡no tenía semejante cantidad! ¿Existe un
límite de pitones que puede pretenderse comprar sin ofender al señor de la
ferretería?
Hubo que ir en peregrinación,
compilando los malditos tornillos que ni son todos iguales ni tienen (descubro
al usarlos) el debido filo y la conveniente punta. Los
odiosos tornillitos no atornillan. Entonces hay que tratar de calzarlos
agujereando la madera primero, lo que tampoco es fácil, porque el estúpido pino
de los bastidores tiene nudos de madera más dura y como se supone que los
pitones van todos a la misma altura para que cuando se los cuelgue queden
derechos… Parece mentira que tarea tan
mínima pueda causar tanto fastidio. ¿Y
todo para qué? Para que queden
igualmente horrorosamente torcidos al colgarlos y venga entonces el curador de
turno (el que seguramente en su vida tuvo que lidiar con un desgraciado pitón
sin punta que no entra en el bastidor porque el nudo de la madera decidió ponerse ahí, justamente ahí, donde debería ir el tornillo) a opinar a los
gritos -con el tono de falsete grandilocuente que corresponde a esas funciones-
que está todo pésimamente colgado y que hay que modificarlo inmediatamente. Claro, ¿cómo?
¿Pegó las obras a la pared con engrudo?
Y no nos olvidemos
de la dichosa tanza, el sedal, ese hilito de nylon que uno intenta anudar a la
cabeza del pitón, pero el nudito se deshace, y entonces uno tira y tira, para
apretar el nudo, y lo único que logra es cortarse los dedos y sangrar
copiosamente sobre el cuadro que ingenuamente pretende alistar para colgar. ¿Por qué usamos tanza? Supongo que por la misma razón que en un
tiempo (cuando yo empecé a mostrar mis trabajos) usábamos anzuelos para
colgar. Y si la tanza te corta la piel
el anzuelo puede hasta sacarte un ojo.
Eran épocas salvajes aquellas, ni quién lo dude; a veces me pregunto cómo logré
sobrevivirlas. Y si uno tuviera honestidad intelectual debería dejar de comer pescado; la vida de estos seres es absolutamente miserable.
Pero lo gracioso
(¡perverso!) de todo este suplicio, es que es absolutamente inútil. Estoy colocando pitones y tanza que
seguramente cuando en concreto intente colgar las obras en el C. C. Borges voy a tener que sacar de
los bastidores para poder apoyarlos contra la pared en forma pareja y que no se
desmerezca la obra en conjunto por los desniveles. Y cuando eso pase, voy a estar peor que al
principio, porque voy a seguir sin saber cómo colgarlos pero con las manos
todas cortajeadas y con mi sistema nervioso destrozado. Y un par de las mascaritas de El
Portal con los rastros sanguinolentos de mi obstinación y mi torpeza.
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