sábado, 20 de septiembre de 2014


  "Se desnudó detrás del biombo siguiendo una tradición de pudor al revés, respetadísima en los estudios.  Subió al entarimado, alzó los brazos, separó una pierna, volvió graciosamente a un lado la cabeza y quedó petrificada en una suerte de paso de baile, como ninfa herida por la venganza de la deidad celosa.
  Era una vieja modelo todavía en carnes, excelente para Juno, Estío, Pomona, Ceres, Maternidad, Abundancia, Susana en el baño; modelo de grupa poderosa como caballo de circo, modelo hecha al yugo, que ha recorrido toda la trayectoria, desde los cursos vespertinos en los tiempos que se usaba estufa de cok y las modelos recibían una lira y con cincuenta la hora, cada vez más alto, hasta el estudio del Académico que no toma el pincel como no sea para pintar al fresco un Ministerio cuando menos, y luego poco a poco, cada vez más bajo, hasta los estudios para dos, escultor y pintor, que pagan a media el alquiler, la luz, el carbón y la modelo...


  Subió al entarimado con un saltito airoso que conserva de su juventud lejana, como conservan el hop-lá los viejos jinetes de carreras de obstáculos.  Se puso en pose a la manera clásica, aguardando que se acercara el pintor para las "modificaciones" pero el jovenzuelo de las gafas grita: -No, no... ¡por amor de Dios!  Nada de pose, siéntate en esta silla.
  La modelo observa la silla con expresión casi de espanto en sus grandes ojos bovinos, tiene un leve movimiento de repugnancia cuando el pintor le dice que se ponga a horcajadas con los brazos cruzados sobre el respaldo, quisiera tener por lo menos los brazos en alto para que el pecho quede levantado, pero el jovenzuelo lo quiere lo más caído posible, y quiere que la modelo apoye el rostro sobre los antebrazos de modo que una mejilla aparezca deformada, y después de haberse cerciorado de que entre los nudillos del espinazo se alcanza a ver el vientre flácido, se aleja satisfecho, con la cabeza inclinada a un lado y, empuñando un pedazo de carbón, comienza el bosquejo.
  La modelo se ha resignado.  Se da cuenta que tiene que habérselas con un "novecentista" y sabe que hasta podrá cerrar los ojos y dormir mientras él trabaja.
  Acabada la sesión, volverá a vestirse y se irá a la calle sin dignarse a echar una mirada a la tela, para no ver su propia imagen como en uno de los espejos deformadores del Luna Park.  Entre ella y los pintores novecentistas no hay posibilidad de entenderse.  Dos épocas, dos concepciones de lo bello, dos mentalidades y en medio, único trait-d´union, el salario inicuo.
  Pasaron los tiempos de la cinta en el cabello, del ramo de rosas en la mano, el perrito acurrucado a los pies.  ¡Qué hermoso era, apenas acabada la hora, correr al caballete y observar los progresos del cuadro, apoyándose con un movimiento coquetón en la espalda del pintor...  ¡Hermosos tiempos!  Y además como si no bastase, la humillación de que los de hoy la quieren precisamente por jamona y caderuda.
  Mientras posa le parece ser cómplice de una práctica obscena.  No más rostro romántico de cabellera rubia y barbita franciscana que la contempla tras la tela sonriendo y canturreando una canción: un par de lentes de concha sobre un semblante contraído en un espasmo morboso acechan sus hombros caídos, escudriñan el pecho flojo, siguen el contorno del vientre en alforja, mientras sobre la paleta se amontonan tintas violáceas, rojo ladrillo y gris fango.
  Cuando la sesión acaba, en lugar de aquellas frases chistosas y un poco galantes subrayadas a veces por una palmadita confidencial en el trasero, oye rugir: -Stop!  ¡Por hoy basta!  Si quieres calentarte café, algo debe de haber quedado todavía en ese cacharro...
  El hombre de las gafas dice todo esto sin apartar la vista de la figura que ha esbozado, y entretanto se hurga los bolsillos en busca de las cinco liras...  tiene prisa de que la modelo se vaya para quedarse a solas con su fantasma, que está mitad en la tela y mitad aún en su cabeza, necesita trabajar para definir el problema pictórico que lo atenacea por dentro.  ¡Su problema pictórico!


  Sus padres, sus abuelos, que pintaban cantando, no hubieran imaginado siquiera tal cosa.  Pintar y sufrir...  La modelo no quiere el café, vuelve al biombo y se viste en silencio; luego alarga la mano con gesto furtivo, para coger la moneda.
  A punto de salir se detiene un momento para mirar al pintor, que se ha quitado los anteojos y se pasa la mano sobre el rostro convulso.  Sin anteojos parece otro.  Después cierra despacio la puerta y se va en puntas de pie.  Un oscuro instinto acumulado a través de treinta años de atélier le sugiere que, entre los dos sufrimientos y las dos condenas, la de ella es quizá la menor."

Ezio D´Errico "La Modelo", Milán 1937.  Revista SUR Número  44,  Mayo 1938 páginas 65/67






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