Somos testigos de nuestro tiempo.
Somos el “público”
de un grupo de circunstanciales “protagonistas”
que están a cargo de esas efímeras acciones que han de quedar como legado para las generaciones que nos
siguen.
Pero no somos un público previsible. Podemos tanto aplaudir como abuchear. Aclamar
de pie o retirarnos en elocuente despectivo desapruebo. Como el Monstruo de Viña del Mar. Podemos decidir que el protagónico pase a
otro. Aun siendo los menos importantes,
los que no estamos sobre el escenario ni figuramos con luces en la marquesina
ni en letra de molde en Playbill,
somos parte esencial del espectáculo.
Sin público no hay show.
Los testigos, como los que miran eso que si no fuera visto no
existiría, tenemos un rol específico en el libreto de la historia. Vemos, consideramos, recordamos. Somos la voz para el tiempo que vendrá y que carecerá de piedad. Solemos comportarnos apacibles, somos por
definición tranquilos, expectantes,
espectadores. Pero no estamos al margen, no somos
prescindibles. Sin nosotros no existen
ellos. Simbióticos. Como un liquen.
¿Por qué los políticos y los factores de poder suelen
olvidarse de nosotros? Porque somos
parte de la escenografía. Sólo registran
nuestra ausencia cuando nos salimos y dejamos de darles soporte. Entonces caen al vacío.
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