lunes, 22 de septiembre de 2014



   Somos testigos de nuestro tiempo. 

   Somos el “público” de un grupo de circunstanciales “protagonistas” que están a cargo de esas efímeras acciones que han de quedar  como legado para las generaciones que nos siguen. 

   Pero no somos un público previsible.   Podemos tanto aplaudir como abuchear. Aclamar de pie o retirarnos en elocuente despectivo desapruebo. Como el Monstruo de Viña del Mar.  Podemos decidir que el protagónico pase a otro.  Aun siendo los menos importantes, los que no estamos sobre el escenario ni figuramos con luces en la marquesina ni en letra de molde en  Playbill, somos parte esencial del espectáculo.  Sin público no hay show. 

   Los testigos, como los que miran eso que si no fuera visto no existiría, tenemos un rol específico en el libreto de la historia.  Vemos, consideramos, recordamos. Somos la voz para el tiempo que vendrá y que carecerá de piedad. Solemos comportarnos apacibles, somos por definición tranquilos, expectantes, espectadores.   Pero no estamos al margen, no somos prescindibles.  Sin nosotros no existen ellos.  Simbióticos.  Como un liquen.

  ¿Por qué los políticos y los factores de poder suelen olvidarse de nosotros?  Porque somos parte de la escenografía.  Sólo registran nuestra ausencia cuando nos salimos y dejamos de darles soporte.  Entonces caen al vacío. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario