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Íntimas
reflexiones turísticas.
Supongo que
en parte mi disgusto se debe a que –de modo inconsciente- creía que esta ciudad
se parecería más a Londres que a las
otras ciudades estadounidenses que conozco; que
el Museo de Historia Natural
estaría próximo al British Museum. Y, obviamente, cuando me topé de frente con
la realidad me costó asumirla por sobre mi bucólica fantasía, y eso me generó este mal humor.
Sé que se
necesita más tiempo y más observación para esbozar una opinión seria. Pero yo estoy acá ahora, persistiendo un
estado lamentable en mis pies, con un grave cuadro de agotamiento visual y aturdimiento
auditivo, y una sensación de histeria colectiva contagiosa escociéndome la piel.
Se me viene
a la cabeza la teoría de Eco sobre
lo kitsch (que pocas entradas atrás transcribía en este blog): las diversas
manifestaciones culturales "adaptadas" a nivel accesible a las grandes masas. Simplificación
y superficialización para que -lo que sea- se vuelva apto a todo público y así ampliar
audiencias.
Apenas
llegada visité el American Museum of Natural History. Pese a la maravilla edilicia se sobrepone por
sobre el placer arquitectónico la primera sensación (¿molestia?) de que hay
mucho espacio (demasiado espacio) y todo sabe a prodiga profusión de recursos
económicos. Uno, que viene de la
costumbre de museos pequeños y mal mantenidos, con falta de espacio para las
colecciones que hace que todo resulte siempre un poco abarrotado, de entrada se descoloca. Enseguida viene la sospecha de que algo está
mal, de que ante tamaño contenedor el contenido
peca por su ausencia. Porque lo que se
presenta al público general es tirando a pobre, “montado”, con sabor a
ilustración de libro de lectura infantil.
Seguramente
estoy siendo injusta, que con el Británico
en la cabeza cualquier museo antropológico tiende a caricatura. Pero apenas entrar ver tanta vitrina desperdiciada con
animalitos embalsamados me rememoró a un trencito de visita escolar (en Disney
los animalitos o son de verdad o son animatronick, por lo que al menos se
mueven y uno no se pone a pensar en cazadores asesinando hembras con sus
crías para ponerlas tras un vidrio para el “disfrute” de las masas). Las salas superiores, de fósiles prehistóricos
y el expolio mexicano, contaba con más material y con una puesta museística
tradicional, pero con poca data informativa que detuviera al espectador. La sensación que me dio fue que estaba
planeado para un recorrido lento pero sin pausa. Sólo para ver. Nadar en la superficie.
El público,
abundante por no decir excesivo, estaba de lo más feliz dedicado a identificar los
sectores donde se había filmado la película de Ben Stiller, y cumpliendo el recorrido trazado con toda prolijidad
hasta llegar al cuarto piso para fotografiarse con el moai del Pacífico y atestiguar su comparecencia
al Museo que Hollywood puso de moda.
Todo muy lindo y todos muy contentos, ¿quién soy yo para quejarme?
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