La
profesión más antigua del mundo.
Hace un par
de semanas, cuando recorría las salas de Arte Egipcio de The Metropolitan Museum of Art, volvía a maravillarme no sólo la
sofisticación y majestuosidad de la cultura mortuoria egipcia, sino esos múltiples
pequeños detalles exquisitos que sólo pueden atribuirse a una pura finalidad
estética.
Al observar
los diversos relieves sobre fragmentos de paredes de piedra arenisca, es fácil
entender la finalidad religiosa o adoctrinante de las escenas retratadas
(batallas, conquistas, ritos mortuorios, ceremonias de sumisión a los dioses o
a los reyes). Pero al mirar un poco más,
uno descubre las guardas simétricamente labradas en las túnicas, el tallado
puntilloso de los cabellos, el cuidado delineado de las uñas algunas veces acentuadas
en contraste, el colorido con el que se busca más calidez que verismo en las
imágenes. Cuando uno observa ese esmero por
la armonía, por el equilibrio estético, no puede no concluirse que –más allá de
la finalidad práctica de cada manifestación- había una profunda sensibilidad
artística (como hoy la entendemos) y una
constante búsqueda de belleza.
Pensaba
entonces, y sigo pensando ahora, que los egipcios no sólo creían en la
inmortalidad sino que han demostrado ser inmortales. De pie, contemplando casi reverencialmente la
Esfinge de Hatshepsut (circa del 1470 a.C.), el esplendor del Antiguo Egipto seguía incólume ante mí,
tantos siglos después, y sabiendo con total certeza de que seguirá allí, en su
majestuosa belleza, cuando de mí no quede ni el más remoto recuerdo.
La búsqueda de la belleza por pura inquietud
estética predomina también sobre el resto de las obras de otras culturas, desde
la alfarería primitiva a los utensilios de uso cotidiano de pueblos más avanzados,
como griegos y romanos. Las guardas y
entornos cada vez más elaborados, el amoroso cuidado en la reproducción de
rostros, manos y pies, la suntuosidad en la réplica de vestimentas… Todo demuestra ese más allá en la finalidad
del creador de cada pieza. Esos artistas
anónimos no solamente decían lo que debían (por mandato externo) sino que en su
acción se demoraban en decirlo del modo más bello.
Hoy, a la
distancia, las obras del MET no sólo
nos cuentan sobre culturas del pasado sino de la eterna búsqueda de la belleza
y la expresión espiritual llevada a cabo
por ese tipo particular de personas que han sido –desde el origen de los
tiempos- los responsables de apreciar y plasmar su entorno: los artistas. Hacedores de inmortalidad.
El último sábado, leyendo un artículo del diario (que transcribo al pie), me
volvió todo esto a la cabeza. Los
artistas como constante desde el principio mismo, en toda circunstancia, bajo
las peores condiciones, siempre ahí, reseñando desde el arte la historia real
de la humanidad. Definitivamente, la
profesión más antigua y más consecuente de todas, probablemente la que siga
perdurando cuando la tecnología acabe con el resto de los oficios manuales.
Fernando
Sánchez – para La Nación- La
Plegaria de los hombres-topo grabada en piedra.
En 1914, con 23 años Otto Dix ya sabía que
sería pintor. Becado por la Escuela de Artes y Oficios, por ese entonces lo
suyo era pintar al estilo de los grandes maestros alemanes del siglo XVI. Y cuando estalló la guerra, se alistó
pensando que volvería antes de Navidad y sin saber que, a la vuelta de los
días, lo esperaba la más siniestra de las profesoras. “Soy un hombre de realidad”, diría décadas
después, ya famoso. “Tengo que
experimentar todas las oscuridades de la vida.
Por eso me enrolé como voluntario”.
Esa experiencia le sirvió, entre otras cosas, para entender que entre el
arte y la guerra hay secretos lazos de parentesco.
Contada por Dix, la “gran guerra”… es un
horizonte festoneado de cosas que pinchan: bayonetas, soles coronados de
espinas, púas al cielo… Un mundo en negro y blanco donde todo lo bueno huyó
despavorido. (…)
Pero Dix no fue el único artista que cambió
sus herramientas por una arma. Hubo
también otros iguales a él, sólo que peleando para el enemigo. Y si hoy lo sabemos es porque –cuando la
guerra de trincheras se hizo eterna- tanto alemanes como franceses decidieron cavar túneles por debajo de las posiciones enemigas, a la espera de
dinamitarlas. Encerrado allí hay,
todavía, un mundo. Un universo entero de
esculturas, de dibujos, de nombres escritos en las paredes. Allá asoma un soldado de bigotes; más acá,
una dama; algo más adelante, una fecha: 1918.
Pero hay, entre todas, una figura que es
todas las demás. Está en una de las
capillas subterráneas y muestra a un soldado de perfil, rezando. Las manos entrelazadas y cerca de la boca, la
espalda tan curva, todo le da el extraño aspecto de un armadillo. Tantos años
después, es verlo y escuchar la desesperación de ese hombre que pide, bajo
tierra, no quedarse ahí para siempre. Es
saber que quién lo talló entendió que esa súplica no era personal. Era por todos. Ellos, y nosotros.
Por cuatro años, los soldados metidos a
artistas (los artistas metidos a soldados) vivieron acechando al enemigo que
tenían pared de por medio… Los anónimos
soldados franceses, con sus pequeñas esculturas, tallas y anotaciones; Dix,
bocetando en su mente y en un cuaderno lo que luego convertiría en cincuenta
grabados y un tríptico, La guerra. Los
nazis prohibiendo su arte no bien llegaron al poder, por “promover el
antimilitarismo en el pueblo alemán”.
Eso fue tal vez lo que –veinte años antes- intuyeron
los hombres-topos de las trincheras y túneles subterráneos. Lo que los puso a crear a todos al mismo
tiempo: la certeza de que todavía faltaba algo más. Otra guerra aún más arrasadora. (…)
La
Nación, Domingo
14 de Septiembre de 2014, Suplemento Enfoques, Sección Desde el
Margen, página 2.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario