miércoles, 17 de septiembre de 2014

La profesión más antigua del mundo.


  Hace un par de semanas, cuando recorría las salas de Arte Egipcio de The Metropolitan Museum of Art, volvía a maravillarme no sólo la sofisticación y majestuosidad de la cultura mortuoria egipcia, sino esos múltiples pequeños detalles exquisitos que sólo pueden atribuirse a una pura finalidad estética.

  Al observar los diversos relieves sobre fragmentos de paredes de piedra arenisca, es fácil entender la finalidad religiosa o adoctrinante de las escenas retratadas (batallas, conquistas, ritos mortuorios, ceremonias de sumisión a los dioses o a los reyes).  Pero al mirar un poco más, uno descubre las guardas simétricamente labradas en las túnicas, el tallado puntilloso de los cabellos, el cuidado delineado de las uñas algunas veces acentuadas en contraste, el colorido con el que se busca más calidez que verismo en las imágenes.  Cuando uno observa ese esmero por la armonía, por el equilibrio estético, no puede no concluirse que –más allá de la finalidad práctica de cada manifestación- había una profunda sensibilidad artística (como hoy la entendemos)  y una constante búsqueda de belleza.

  Pensaba entonces, y sigo pensando ahora, que los egipcios no sólo creían en la inmortalidad sino que han  demostrado  ser inmortales.  De pie, contemplando casi reverencialmente la Esfinge de Hatshepsut (circa del 1470 a.C.), el esplendor del Antiguo Egipto seguía incólume ante mí, tantos siglos después, y sabiendo con total certeza de que seguirá allí, en su majestuosa belleza, cuando de mí no quede ni el más remoto recuerdo.


  La búsqueda de la belleza por pura inquietud estética predomina también sobre el resto de las obras de otras culturas, desde la alfarería primitiva a los utensilios de uso cotidiano de pueblos más avanzados, como griegos y romanos.  Las guardas y entornos cada vez más elaborados, el amoroso cuidado en la reproducción de rostros, manos y pies, la suntuosidad en la réplica de vestimentas…  Todo demuestra ese más allá en la finalidad del creador de cada pieza.  Esos artistas anónimos no solamente decían lo que debían (por mandato externo) sino que en su acción se demoraban en decirlo del modo más bello. 

  Hoy, a la distancia, las obras del MET no sólo nos cuentan sobre culturas del pasado sino de la eterna búsqueda de la belleza y la expresión espiritual  llevada a cabo por ese tipo particular de personas que han sido –desde el origen de los tiempos- los responsables de apreciar y plasmar su entorno: los artistas.  Hacedores de inmortalidad.


  El último sábado, leyendo un artículo del diario (que transcribo al pie), me volvió todo esto a la cabeza.  Los artistas como constante desde el principio mismo, en toda circunstancia, bajo las peores condiciones, siempre ahí, reseñando desde el arte la historia real de la humanidad.  Definitivamente, la profesión más antigua y más consecuente de todas,  probablemente la que siga perdurando cuando la tecnología acabe con el resto de los oficios manuales.


Fernando Sánchez – para La NaciónLa Plegaria de los hombres-topo grabada en piedra.

  En 1914, con 23 años Otto Dix ya sabía que sería pintor. Becado por la Escuela de Artes y Oficios, por ese entonces lo suyo era pintar al estilo de los grandes maestros alemanes del siglo XVI.  Y cuando estalló la guerra, se alistó pensando que volvería antes de Navidad y sin saber que, a la vuelta de los días, lo esperaba la más siniestra de las profesoras.  “Soy un hombre de realidad”, diría décadas después, ya famoso.  “Tengo que experimentar todas las oscuridades de la vida.  Por eso me enrolé como voluntario”.  Esa experiencia le sirvió, entre otras cosas, para entender que entre el arte y la guerra hay secretos lazos de parentesco.

  Contada por Dix, la “gran guerra”… es un horizonte festoneado de cosas que pinchan: bayonetas, soles coronados de espinas, púas al cielo… Un mundo en negro y blanco donde todo lo bueno huyó despavorido. (…)

  Pero Dix no fue el único artista que cambió sus herramientas por una arma.  Hubo también otros iguales a él, sólo que peleando para el enemigo.  Y si hoy lo sabemos es porque –cuando la guerra de trincheras se hizo eterna- tanto alemanes como franceses decidieron cavar túneles por debajo de las posiciones enemigas, a la espera de dinamitarlas.  Encerrado allí hay, todavía, un mundo.  Un universo entero de esculturas, de dibujos, de nombres escritos en las paredes.  Allá asoma un soldado de bigotes; más acá, una dama; algo más adelante, una fecha: 1918.

  Pero hay, entre todas, una figura que es todas las demás.  Está en una de las capillas subterráneas y muestra a un soldado de perfil, rezando.  Las manos entrelazadas y cerca de la boca, la espalda tan curva, todo le da el extraño aspecto de un armadillo. Tantos años después, es verlo y escuchar la desesperación de ese hombre que pide, bajo tierra, no quedarse ahí para siempre.  Es saber que quién lo talló entendió que esa súplica no era personal.  Era por todos.  Ellos, y nosotros.

  Por cuatro años, los soldados metidos a artistas (los artistas metidos a soldados) vivieron acechando al enemigo que tenían pared de por medio…  Los anónimos soldados franceses, con sus pequeñas esculturas, tallas y anotaciones; Dix, bocetando en su mente y en un cuaderno lo que luego convertiría en cincuenta grabados y un tríptico, La guerra. Los nazis prohibiendo su arte no bien llegaron al poder, por “promover el antimilitarismo en el pueblo alemán”.

  Eso fue tal vez lo que –veinte años antes- intuyeron los hombres-topos de las trincheras y túneles subterráneos.  Lo que los puso a crear a todos al mismo tiempo: la certeza de que todavía faltaba algo más.  Otra guerra aún más arrasadora. (…)

La Nación, Domingo 14 de Septiembre de 2014,  Suplemento Enfoques, Sección Desde el Margen, página 2.-



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