jueves, 11 de septiembre de 2014

Sobre los efectos alucinógenos de la teoría.

  Durante un tiempo mayoritario estamos leyendo y analizando teorías.  Teorías sobre el arte, teorías sobre el origen del mundo, teorías económicas y políticas, teorías de como vivir mejor.  Y con esa ingenuidad que demostramos al sentarnos a escuchar embelesados el desarrollo de sus teorías a los Grandes Nombres de la especialidad (críticos de arte, científicos crípticos, ministros de economía y presidentes impresentables, gurúes de moda) caemos en el error de pensar que esas teorías son algo más que teorías.

  Las teorías están muy bien mientras no pretendan ser otra cosa que teorías, mientras no tengan la absurda pretensión de ser consideradas hechos.  Porque los hechos son fácilmente reconocibles sin necesidad de literatura que los explique y sostenga.  Son, están ahí y no necesitan nada -ni lógica, ni racionalidad, ni ética ni moral-.  Son hechos.  Punto.
 
 
 
  Yo he leído hasta el cansancio las teorías de historiadores y críticos de arte explicándome la evolución de los ismos, la ruptura desafiante  de Picasso, el desplazamiento estético del conceptualismo.    He repetido como mantra toda la teoría del modernismo.  Ha sido mi dogma.  Pero cuando recorrí el MOMA corroboré esa sospecha -que flotaba en el fondo de mi cerebro- de que los críticos suelen ir sobre seguro ya que viven de sus críticas, que Picasso era un hábil vendedor de un talento que usaba muy esporádicamente, y que el arte conceptual es una farsa -la arrogante presunción de los que siguen dando aire como vestimenta al ignorante emperador-.  Hechos, hechos, contundentes e irrebatibles hechos.  Cuando un Picasso y un Braque, uno al ladito del otro, son sencillamente iguales estudios cubistas en grises el hecho de que los ismos son pueriles juegos de escuela y que lo que menos hay ahí es arte convierte a toda la teoría en teoría.
 
 
  Cierro y sigo.  Teoría  son las largas horas que nuestro actual ministro de economía nos discurre explicándonos que "está todo estudiado", que estamos bien, que no hay inflación y mucho menos pobreza.  Que cómo se puede pretender que se mida el valor de la canasta básica de alimentos y sobre la accesibilidad a ésta cuantos pobres tenemos.  No. La teoría -el relato- dice que somos ricos y el mejor país del mundo; que llevamos diez años de esplendor absoluto, que todo se trata de malsana envidia de los de afuera a nuestra evidente gloria.  Yo voy y tomo el colectivo 20 hacia Retiro, tomo 32 para volver de la City a mi barrio, bajo en Constitución para acortar horarios con el eléctrico, y me topo con hechos.  Hechos.  Hechos.  Y más hechos.  Miseria e inseguridad.  Pobreza e indignidad.  Hechos.
 


  Estoy escuchando por la radio las explicaciones (¡increíbles!) de funcionarios de la Provincia de Buenos Aires justificando la reciente ley que establece la derogación de los aplazos en la educación  primaria.  La  nota mínima será 4 y basta.  El aplazo estigmatiza.  Es bulling.  El chico -aprenda o no, se interese y aplique en la tarea o no, supongo yo vaya o no a la escuela- será aprobado y enviado a la secundaria.  Teoría de inclusión social y el hecho contundente  de destruir aun más nuestra pobre educación.  Hecho de nivelar para abajo.  Hecho de que todo sea igual, el mérito parece ser discriminatorio.  Hecho (incuestionable) de que con ciudadanos cada vez peor educados y alienados por la teoría la retención del poder espurio por parte de los poderosos será tarea sencilla y segura.
 
 

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