sábado, 27 de septiembre de 2014


   “Entre los escritores que había deseado conocer hay uno que sólo vi una vez en 1946 y con el cual me pasó algo cómico: Shaw. (…) Confieso que al encontrarme sola con el famoso G.B.S., … sentí que no tenía nada que decirle y que su fragilidad me daba miedo.  Lo único que me habría gustado decirle estaba en uno de sus libros y era él quien lo decía de sí mismo.  En aquel momento este pensamiento se me antojaba más mío que suyo: Sea que hubiera nacido loco, o un poco demasiado cuerdo, mi Reino no era de este mundo: sólo me sentía como en mi casa en el reino de mi imaginación, y a mis anchas sólo como los mighty dead (los grandes muertos)”.  También yo sólo me encuentro como en mi casa en el reino de mi imaginación.  En ese reino los mighty dead no me dan miedo, y los tuteo.  Y en media hora, ¿qué podía decirle a Shaw que llegara a alcanzarlo; qué podía decirme Shaw que no me hubiera repetido mil veces en sus libros?  Estábamos sentados frente a frente, con una taza de té en la mano, yo invisible para él aparte de lo corpóreo; él demasiado visible para mí, pues yo veía en él todos los Shaw superpuestos que su obra me había revelado.  (…)  Cuando nos despedidos… él se quedó en el umbral de la puerta, haciéndome un saludo con la mano, Mefistófeles de cabello blanco y de cejas hirsutas.  Lo miré, segura de no volver a verlo, segura de no haberlo visto más que en sus libros, segura de no haberle dicho nado, segura de haberle simplemente estrechado la mano, como en el andén de una estación, cuando ya silva el tren.”
Victoria Ocampo, The Mighty Dead, Revista SUR Nro. 200, Junio 1951 pág. 5/7.


   Leí este texto en una revista en mi adolescencia, después lo perdí y ahora he podido recuperarlo al obtener el ejemplar de SUR  en homenaje a Show y a Gide donde se publicara completo.

   La primera vez que lo leí me identifiqué por completo con la imagen de los Mighty Dead y la seguridad del mundo privado de nuestra imaginación.  Creo que cualquier lector  va apropiándose de esos dioses menores que componen el panteón personal de sus muertos amados, de sus maestros del alma, de sus leales amigos de siempre. 

   Hoy, con más experiencia encima, puedo comprender el silencio de Victoria ante la oportunidad de conocer en persona a uno de sus dioses.  Uno ya los conoce, los ama, uno es lo que es por su influencia.  ¿Qué puede decírseles?  No mucho más que “gracias” y como conversación eso es demasiado poco.  Supongo que en parte he recordado siempre este texto para justificar mi tendencia a huir y negarme a conocer a las personas –aunque más no sea fugazmente- que admiro.  Aun estando la oportunidad ahí, siempre prefiero apartarme y desaparecer.  Me identifico completamente: ¿qué podría yo decirle?  ¿Qué más podría darme de todo lo que me han dado ya?

  Supongo que hay algo de cobardía involucrada también; uno no quiere descubrirlos del todo humanos, vislumbrar su fragilidad o sus limitaciones.  Uno construye y adhiere al mito, porque para nuestra identidad ese mito es fundacional, nuestro tótem tribal.  Amamos la proyección de su genio en nuestra vida, y en esa medida, nuestro amor es incondicional y no necesita ni de presencia física ni de realidad. 

   En mi caso, mi cobardía se funda y se sostiene  en un poema de Baudelaire que aprendí de memoria a los doce años y que nunca ha dejado de acompañarme:

Por divertirse, a veces, suelen los marineros
Cazar albatros, grandes pájaros de los mares,
Que siguen, de su viaje lánguidos compañeros,
Al barco en los acerbos abismos de los mares.

Pero sobre las tablas apenas los arrojan,
Esos reyes del cielo, torpes y avergonzados,
Sus grandes alas blancas miserablemente aflojan,
Y las dejan cual remos caer a sus costados.

¡Qué torpe es y qué débil ese viajero alado!
El, antes tan hermoso, ¡qué cómico en el suelo!
Con una pipa, uno el pico le ha quemado,
Remeda otro, renqueando, del inválido el vuelo.

El poeta es como ese príncipe del nublado
Que puede huir las flechas y el rayo frecuentar
En el suelo, entre ataques y mofas desterrado,
Sus alas de gigante le impiden caminar.

Charles Baudelaire, El Albatros.


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