¿Por
qué pintar? Porque sí, ¿no es
obvio? Porque no hay nada más
placentero. Pero supongo que esa no era
la respuesta que tenía que dar. ¿Por
qué pintar?, y, ¿por qué
no? Es lo que hago, lo que hice siempre,
lo único que quiero seguir haciendo.
No. Tampoco es suficiente
respuesta, ¿verdad?
¿Por
qué pintar? Porque en el año
1981, con catorce cumplidos, un primo lejano me pidió que le hiciera unos dibujos
(copiados de otros que él trajo) para
usar de fotocromos o clisé -una
especie de matriz de impresión que se usaba por entonces- para producir
llaveros publicitarios de acrílico.
Después en el 82 fue plagiar unos diseños del Mundial de Futbol los que,
al quedar eliminados, hubo que adaptarlos a los colores de los equipos locales que reanudaban
el torneo de primera. Siguieron diseños
más o menos originales (”inspirados”
en las imágenes que él puntualmente me indicaba) para producir más llaveros,
calcomanías, lapiceras, almanaques, alguna vez remeras y gorros… Me pagaba monedas, porque yo era menor de
edad y pariente; él argüía que me hacía un favor, que me enseñaba un oficio, a
mí me divertía mostrar en la escuela los productos hechos con mis dibujos. En alguna crisis económica de finales de los
80 él dejó de hacer publicidad empresarial y se dedicó por fuerza mayor y temporariamente a otra cosa. Cuando volvió al ruedo, cinco o seis años
después, con la propuesta de que le dibujara tarjetas de saludos contesté que no. Sospecho que se enojó (”Crearías tus propios personajes,
podrías dar a conocer masivamente lo que hacés…”). A mí ya no me interesaba pintar lo que otro
me indicara. ¿Por qué pintar? Para no tener patrón, podría ser una
respuesta honesta.
¿Por qué pintar? Yo tendría seis o siete años, estaba en el
viejo Cine Los Ángeles, sobre calle Corrientes, donde sólo proyectaban
películas de Disney. Creo que iba a ver 101 Dálmatas (que por
esos misterios de la vida acá habían titulado La Noche de las narices frías). Habíamos llegado temprano y me aburría
recostada en la butaca mirando el cielorraso.
“-¿Por qué no tienen dibujos en el techo?- pensaba. - Podrían estar los
enanitos de Blancanieves y los amigos de
Bambi, Tambor y Flor…” A partir
de ese momento y durante bastante tiempo cuando me preguntaban que quería ser
de grande contestaba sin ninguna duda “Dibujante de Disney, para pintar el techo de
Los Ángeles”.
Pero uno
crece y un día comprendí que aunque Disney
sea mi profeta, Mickey Mouse mi único dios y peregrinar a Orlando cada tres años
constituya mi ritual más arraigado, yo ya no quería dibujar para nadie. ¿Por qué pintar? Para hacer lo que reverendamente me venga en
ganas a mí (y sólo a mí).
¿Por
qué pintar? Porque es la forma
de libertad más perfecta que conozco.
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