¿Por
qué pintar? Por puro despliegue
de arrogancia. Antes no había nada ahí y
tras el paso de nuestro lápiz o pincel algo mutó, se convirtió en otra cosa,
válida o no, que hace que el después ya sea diferente por mérito exclusivo de
nuestra acción. Clara necesidad de trascendencia. Búsqueda de inmortalidad.
¿Por qué pintar? Concreta pulsión hedonista. No hay un hacer, un mientras tanto, que sea tan grato a los sentidos físicos y a las aspiraciones intelectuales. El poder absoluto. De la nada a la construcción de un universo propio. Es jugar a ser dios. Y quién puede poner en duda que ser un dios es forzosamente divertido (porque si no lo fuera, en virtud de su omnipotencia, de inmediato dejaría de serlo; contrafáctico de manual).
¿Por qué pintar? Concreta pulsión hedonista. No hay un hacer, un mientras tanto, que sea tan grato a los sentidos físicos y a las aspiraciones intelectuales. El poder absoluto. De la nada a la construcción de un universo propio. Es jugar a ser dios. Y quién puede poner en duda que ser un dios es forzosamente divertido (porque si no lo fuera, en virtud de su omnipotencia, de inmediato dejaría de serlo; contrafáctico de manual).
¿Por
qué pintar? Porque si te tocó en el reparto de
personalidades el ser mujer, tímida, introvertida y excesivamente racional,
baja, menuda y bastante miope, tu destino es tender a mantenerte al margen del mundo, de
moverte a tu ritmo y proporción.
Desarrollas rápido un instinto de adaptabilidad y camuflaje, lucís inserta en el sistema hasta el punto de pasar del todo desapercibida. Y entonces, en tu aparte privado, sos
absolutamente libre de ser y pintás; pintás con el dominio total sobre todo lo que fue, es y será; con la libertad más plena, irreverente e inconmovible. ¿Por qué pintar? Porque es la venganza y reivindicación de los
mansos.
¿Por
qué pintar? Sigo con las referencias personales. Cursaba el catecismo obligatorio para tomar la primera comunión. Los sábados en la Parroquia Santa
Faz. No tengo memoria de cuál
fue la razón para que nos tuvieran media hora en el aula sin nadie adoctrinándonos
y para mantenernos quietos y controlados nos ordenaron hacer un dibujo alegórico. A mí no me gustaba (no me gusta) llamar la atención y ya sabía por la experiencia
escolar que si dibujaba iban a
mirarme -y como bicho raro-. Pero mi
compañero de banco (de quién honestamente
no recuerdo nada) tenía una estampita preciosa como señalador de su Nuevo
Testamento, con un santo rodeado de
animalitos y flores (que ahora supongo era el de Asis), colorida y detallista.
Yo sabía que no tenía que hacerlo, lo máximo que pretendían era que
dibujáramos una crucesita o un cáliz o una palomita (los más osados). Pero esa estampita me fascinaba, tenía que
apoderarme de esas líneas y esos colores.
Era mi oportunidad porque quién sabía si volvería a sentarme al lado de
su dueño, si éste la dejaría sobre el pupitre y la catequista se fugaría con el
cura a quién sabe que asuntos liberándonos a la nada artística durante media
hora. Y sucumbí a la tentación.
Después, a su regreso, la instructora revisó nuestros cuadernos para ver si habíamos cumplido el mandato, y cuando
vio a mi santo armó un alboroto, exhibió el trabajo a toda la clase, y hasta se lo hizo llegar
al padre que regía la parroquia. Habrá creído que lo mío era inspiración divina, que el espíritu santo movilizó mi
mano. A partir de ese momento me puse en
el molesto foco de luz y la catequista me prestó una atención que convirtió esos
dos años en un martirio. Pobre, ella
habrá supuesto que yo estaba destinada a dar testimonio de sus creencia en
lugar de las mías (lo que me temo era de su parte otra convicción estúpida
más). Pero yo pagué mi debilidad de no
poder evitar pintar aquella estampita soportando su devoto interés por mi herética
persona durante mucho tiempo.
¿Por qué pintar? Porque es imposible no hacerlo, aun a riesgo
de perder nuestra ansiada invisibilidad y nuestra voluntaria soledad.
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