“Sin
riesgo de incurrir en una grave exageración afirmaremos que Buenos Aires tiene
un meridiano: el café. Dimensión feliz y
pequeña ventura del hombre que en tiempos de trajín y de rigurosa actividad
halla en él un remanso vegetativo y lento.
En esta ciudad tiene una historia más
antigua que la patria. Ya a comienzo del
siglo pasado incluso poseía billares y grandes patios entoldados, para frescura
del verano y un aljibe en el medio. Pero
hasta llegar al Café de Marco, en los tiempos iniciales de la Revolución,
ninguno adquirió tan notoria fama como para disputarle la merecida paternidad
del café porteño. Era un café de tono
político, discurseador y jacobino, situado en la esquina de Bolivar y Alsina,
como para que desde el Cabildo oyeran sus bulliciosas arengas.
(…) Los cafés se han instalado con preferencia en
las esquinas, cerca de las plazas y sobre las calles anchas, buscando
apariencia y clientela… Sobre el
mostrador está, negando el café suave y de filtro, la gran máquina Express que
lo quema y malogra generalmente. Pero es
condición de su clientela no quejarse jamás del líquido que le sirven en los
pequeños pocillos blancos, porque éste no es más que un pretexto. (…) Se lo bebe puro y es el café por excelencia,
o se lo mezcla con un tanto de leche, y se hace de él, entonces, el “cortado”…
(…)
El café, en su más pura expresión, es el
lugar del hombre que no mide el tiempo, de los hombres que vulgarmente son
denominados haraganes, despreocupados… (…)
Estar en el café, para tantos, es una manera de quitarle importancia a
la vida, el “qué le vamos a hacer”, desganarse en el ocio, volverse hacia lo
mínimo circunstancial. El futuro es en
ellos una noción diluida o incierta, que sólo se enuncia en el “hasta luego” … Allí se duermen, se manosean y se olvidan las
pasiones.
El hombre que frecuenta el café es hombre
que entrega su posesión más difícil, su tiempo.
Va contra el tiempo “útil” de los otros, el tiempo victorioso de las
cuentas bien sumadas, de la propiedad y las inmediatas conquistas del confort.”
Alberto
Salas, El Café, Revista Sur Nro. 199,
Mayo 1951, páginas 33/39
.
Buscando
otra cosa me reencontré con este texto, que aunque ha perdido actualidad (ya no se
trata de un público exclusivamente masculino, bebemos mezcolanzas que ni
resabio conservan del café y en cantidades suficientes como para darnos un
baño) me sigue resultando encantador.
Un punto -a
mi criterio- sigue siendo actual e innegable: el café es una excusa para entrar
en una dimensión paralela donde el tiempo transcurre a otra velocidad. Aun cuando a media mañana nos damos licencia de tomar
a las corridas un cafecito reconfortante, la pausa acontece y el ritmo se
ralentiza. Y en lo personal, ingresar en
un recinto donde el olor a café se impone, no sólo me obliga a bajar un cambio
sino a la reflexión, solitaria o compartida.
Por eso
suelo asociar las “grandes ideas” (o los grandes conflictos y las grandes
dudas) a un capuchino (si tengo tiempo), a una lágrima (si el stress y la
úlcera se imponen), o a un café negro y solo (cuando los humores son
furibundos y tengo que vérmelas con un igual).
También conservo entrañables amistades, con las que hemos refundado más de una vez el
mundo, a las que nunca he visto sin una mesita y sendos cortados de por medio.
Al releer
hoy el texto de Salas (un texto con más de 65 años, literalmente del siglo pasado) me volví a identificar, sintiéndome
un auténtico hombre de café aunque mujer (lo que no me genera angustia
existencial ni de género ya que siempre me he sentido también un "Hombre del
Renacimiento" en versión dama; un unisex renacentista adicto al café).
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