martes, 2 de junio de 2015





     “Sin riesgo de incurrir en una grave exageración afirmaremos que Buenos Aires tiene un meridiano: el café.  Dimensión feliz y pequeña ventura del hombre que en tiempos de trajín y de rigurosa actividad halla en él un remanso vegetativo y lento.

     En esta ciudad tiene una historia más antigua que la patria.  Ya a comienzo del siglo pasado incluso poseía billares y grandes patios entoldados, para frescura del verano y un aljibe en el medio.  Pero hasta llegar al Café de Marco, en los tiempos iniciales de la Revolución, ninguno adquirió tan notoria fama como para disputarle la merecida paternidad del café porteño.  Era un café de tono político, discurseador y jacobino, situado en la esquina de Bolivar y Alsina, como para que desde el Cabildo oyeran sus bulliciosas arengas.

(…)  Los cafés se han instalado con preferencia en las esquinas, cerca de las plazas y sobre las calles anchas, buscando apariencia y clientela…  Sobre el mostrador está, negando el café suave y de filtro, la gran máquina Express que lo quema y malogra generalmente.  Pero es condición de su clientela no quejarse jamás del líquido que le sirven en los pequeños pocillos blancos, porque éste no es más que un pretexto. (…)  Se lo bebe puro y es el café por excelencia, o se lo mezcla con un tanto de leche, y se hace de él, entonces, el “cortado”… (…)

     El café, en su más pura expresión, es el lugar del hombre que no mide el tiempo, de los hombres que vulgarmente son denominados haraganes, despreocupados… (…)  Estar en el café, para tantos, es una manera de quitarle importancia a la vida, el “qué le vamos a hacer”, desganarse en el ocio, volverse hacia lo mínimo circunstancial.  El futuro es en ellos una noción diluida o incierta, que sólo se enuncia en el “hasta luego” …  Allí se duermen, se manosean y se olvidan las pasiones.

     El hombre que frecuenta el café es hombre que entrega su posesión más difícil, su tiempo.  Va contra el tiempo “útil” de los otros, el tiempo victorioso de las cuentas bien sumadas, de la propiedad y las inmediatas conquistas del confort.”

Alberto Salas, El Café, Revista Sur Nro. 199, Mayo 1951,  páginas 33/39

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     Buscando otra cosa me reencontré con este texto, que aunque ha perdido actualidad (ya no se trata de un público exclusivamente masculino, bebemos mezcolanzas que ni resabio conservan del café y en cantidades suficientes como para darnos un baño) me sigue resultando encantador.

     Un punto -a mi criterio- sigue siendo actual e innegable: el café es una excusa para entrar en una dimensión paralela donde el tiempo transcurre a otra velocidad.  Aun cuando a media mañana nos damos licencia de tomar a las corridas un cafecito reconfortante, la pausa acontece y el ritmo se ralentiza.  Y en lo personal, ingresar en un recinto donde el olor a café se impone, no sólo me obliga a bajar un cambio sino a la reflexión,  solitaria o compartida.

     Por eso suelo asociar las “grandes ideas” (o los grandes conflictos y las grandes dudas) a un capuchino (si tengo tiempo), a una lágrima (si el stress y la úlcera se imponen), o a un café negro y solo (cuando los humores son furibundos y tengo que vérmelas con un igual).  También conservo entrañables amistades, con las que hemos refundado más de una vez el mundo, a las que nunca he visto sin una mesita y sendos cortados de por medio.

     Al releer hoy el texto de Salas (un texto con más de 65 años, literalmente del siglo pasado) me volví a identificar, sintiéndome un auténtico hombre de café aunque mujer (lo que no me genera angustia existencial ni de género ya que siempre me he sentido también un "Hombre del Renacimiento" en versión dama; un unisex renacentista adicto al café).



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