sábado, 30 de agosto de 2014

























  Estoy sentada en el Starbucks de la esquina del Hampton Inn Manhatan - Madison, 116 West 31st Street, New York, tomado la misma dosis exagerada de machiatto caramel de siempre.  Un viaje de más de doce horas de vuelo para estar bebiendo el mismo café que en Buenos Aires.  ¿Cómo se llama eso?  ¿Globalización?  ¿Costumbres arraigadas?  ¿Adicción a la cafeína?  Lo ignoro.  Pero no puedo hacer el check in en el hotel por que las habitaciones todavía no están listas y me duelen demasiado los pies para seguir deambulando por la ciudad con mis botas de invierno porteño.  

  Mientras sobrevive la batería de mi notebook subo capturas de pantalla.  La distancia propende a la nostalgia o los pies hinchados alientan pasatiempos sedentarios.



jueves, 28 de agosto de 2014

Sobre el artista, la crítica y el amigo Freud.

 
  “Partiendo de que la aptitud estética es inherente al hombre y sobrelleva en sí contenidos de experiencias comunes, Herbert Read plantea el problema del origen del arte como una actividad esencialmente desinteresada, librada al sólo impulso del individuo que crea.  En cuanto al valor artístico que posteriormente adquiere su obra, ello depende de esas cualidades específicas del arte que son la proporción, el ritmo, la armonía, y que por ser irreductibles le confieren, por último, un valor de realidad independiente y autónoma. (…)
  No debe pues  considerarse el arte un subproducto del desarrollo social, sino uno de los elementos originales que entran en la constitución de la sociedad. (…) 
  …El artista, librado a su propio mantenimiento puede llegar a convertir la función creadora de expresarse a sí mismo en un tipo de servidumbre económica, no menos irritante que la servidumbre política, en la necesidad de hacer de su arte una mercancía vendible.  La condición del artista en su verdadera función liberadora, está dada por su capacidad de inadaptación, disconformismo y rebeldía, lo cual acaba por convertirse en dilema, tanto más apremiante cuanto que desde el Renacimiento a nuestros días, la pertenencia de objetos de arte corresponden a quienes por razones de riqueza material están en condiciones de realizar sus adquisiciones y que, desgraciadamente, a pesar de alguna excepciones, son los menos capacitados para estimular la creación artística por carecer de esas facultades contemplativas necesarias para la valoración del arte como tal.  Ello lleva al artista, en el mayor de los casos, a buscar su comprensión en minorías selectas, dentro de las cuales pierde su sentido social y cae en refinamientos inconducentes e impopulares, o sustituye esta falta de perspectiva con algún tipo sucedáneo de superstición religiosa.  (…)
  …El artista viene a ser aquel que posee el poder de universalizar su vida mental, librándose de ese mundo de fantasía y de sueños del reprimido o el neurótico, hasta convertir su obra en objeto de positivo placer del que pueden participar los demás, dado el carácter independiente y autónomo que el arte tiene en cuanto a su valor estrictamente formal.  Freud estaba convencido, señala aquí Herbert Read, que “la técnica del poeta o del artista es en cierto modo un medio para derrumbar las barreras que separan a los yo individuales y unirlos en algún yo colectivo”.  Esta capacidad del artista, calificada de misteriosa por Freud, es explicada por Read como una cualidad integradora que participa, en la totalidad de la experiencia estética, de los tres niveles o grados de la conciencia propuestos por el psicoanálisis, el ego, el superego y el id, experiencia que similar a la que han practicado los místicos, permite al artista compenetrarse con la totalidad de su alma y descender desde el plano de la objetividad a los niveles más profundos de la mente.” 
Emilio Sosa López,  reseña sobre  “Arte y Sociedad”, de Herbert Read – Kraft Buenos Aires 1951, Revista Sur 219-220, enero febrero 1953, pág. 142/146.
 
  “La técnica del poeta o del artista es en cierto modo un medio para derrumbar las barreras que separan a los yo individuales y unirlos en algún yo colectivo”.   Si es así,  ¿cómo puede un artista que se niega a aceptar la mirada del otro (del crítico) saber que va por el camino correcto de volver su discurso privado en un mensaje universal?  ¿No es parte del asunto esa voz externa a modo de mojones que van señalando que por ahí sí va la cosa?
  Este texto me convalidó la necesidad de la apertura –o el coraje- del artista –serio- hacia la crítica y la valoración externa.  El otro siempre es imprescindible para la delimitación y la confirmación del yo.  Y ya que se lo traía a Freud en juego en los párrafos trascriptos, también me detuve un momento a considerar ese aspecto del análisis.
  Dejando sentada mi poca adhesión al psicoanálisis (¿lo dije ya?), me dedico a la opinión de Freud.  La teoría sobre el proceso creativo según Sigmund Freud aparece desperdigada y suelta en la totalidad de su obra: ”El poeta y la fantasía” (1908), “Los dos principios del suceder psíquico” (1911), “El interés del psicoanálisis para la estética” (1913), La interpretación de los sueños(1900), “El chiste y su relación con el inconsciente” (1905), por lo que uno traduce su postura por mera compilación de comentarios.  Pero, según él, el origen de la creatividad es de naturaleza erótica (¿cómo todo?  ¿o simplifico a Freud?),  energía que se sublima porque existe un obstáculo en la realidad que impide descargar la energía sexual directamente en el sexo (¿?). La frustración sexual conduciría al artista hacia la creación; la pulsión es derivada hacia un nuevo fin no sexual, moralmente valorado y socialmente aceptado.
  Desde la teoría energético-pulsional del psicoanálisis,  Eros -pulsión que conduce al sujeto de manera positiva hacia el objeto- es la energía más flexible y expansiva, por lo cual resulta lógico que sea la energía erótica, y no la agresiva -Thanatos, el instinto de destrucción o muerte- quien suministre materia prima psíquica para la creatividad en el arte.
  Casi concordaría con el padre del psicoanálisis si no fuera porque el mismísimo Freud, tras la visita de Dalí refiere por cara a  Stefan Zweig, (1938): “...me sentía inclinado a considerar a los surrealistas, que al parecer, me han elegido por su santo patrón, como chiflados incurables”.  ¿En qué quedamos?  ¿Dalí no era artista y todos los que nos dedicamos al arte somos una manada de frustrados sexuales que optamos por la aceptación social por sobre el natural disfrute físico?  Hay algo más ahí, Sigmund... algo más que, quizá, te perdiste por no levantar la mirada del escote...
 
Post data:  me apronto a subirme a un avión -paro mediante- por lo que probablemente por varios días no pueda materialmente hacer acto de presencia en este blog.  Por si alguien se extraña de mi ausencia sepa que no hay otra razón que un momentáneo y fugaz derrotero turístico.
 
 
 

miércoles, 27 de agosto de 2014

Sobre la originalidad, la autenticidad, la insatisfacción y los críticos.


  He estado observando (sobre los pocos casos que me han caído cerca, es una opinión tentativa y de puro análisis; no estoy afirmando contundentemente nada), que algunos artistas ya “consagrados”, esos que cuentan con galería, agente de prensa y relacionista público que le hacen de corte permanente y que suelen –dicen- vender a altas cotizaciones sus obras, no aceptan debatir respecto de su obra.  Sólo aceptan la crítica complaciente (presumiblemente paga), que no cuestiona ni desliza señalamiento de fallo alguno, análisis crítico que se insertará prolijamente dentro del esquema de mensaje publicitario trazado previamente por su equipo de mass media.

  Podría argüirse en favor de esa postura que el artista está “defendiendo” su identidad; que aceptar o permitir críticas significaría permitir que se desestructure la autenticidad de su obra, entendiendo “autenticidad” como “soy la única verdad de lo que soy”.  Hago lo que hago y estoy convencido de que es lo que debo hacer, así que todo el que opine en contra es el enemigo.  Dar paso a la crítica y a la controversia desmoronaría las bases (¿frágiles?) del yo artístico del autor y de la razón de su obra.

  Si la autenticidad (esto que hago es lo que soy) absorbe la originalidad de la obra (dando por hecho que cada uno es único y distinto de otro), el cerrarse sobre la infalibilidad de lo que se hace por el mero hecho de haberlo hecho uno mismo implicaría que cualquier cosa que se haga bajo la proclama de “es arte” sería sacro e incuestionable y nadie podría valorarlo porque su propia esencia de autenticidad lo haría libre y superior de toda opinión.  Dicho así, evidentemente, es una ESTUPIDEZ.  Y, la postura de estos artistas “consagrados” que no debaten,  más estúpida aun.


  La originalidad no es lo mismo que la autenticidad.  Original puede ser tanto el enfoque como el discurso, tanto el medio como la forma.  Original es buscar constantemente encontrar el hueco por donde introducir el mensaje.  Original es estar hoy acá y mañana allá.  Original es patear el tablero una vez que armaste todas las piezas.

  La autenticidad tiene que ver con otra cosa.  Puede no serse original (no salirse de lo previsible, adherir a las formas tradicionales) pero ser absolutamente auténtico.  La autenticidad del artista es la coherencia interna de todo su desarrollo artístico, aun cuando de hecho se contradiga.  Pero vivir y crear son acciones dinámicas, duda, búsqueda y transitoria convicción; movimiento constante.  La autenticidad se valora en el conjunto y con el tiempo.  La autenticidad no es ni casual ni repentina;  no es cuestión de coyunturas, exige la perspectiva de la distancia y de los años.  En lo personal, creo que sólo cuando se es auténtico se puede aspirar a empezar a ser un artista.

  Y ahí, siempre en el entendimiento que la labor del artista es búsqueda constante, la insatisfacción es la clave para sostener ese eterno ir por más.  Si la obra tuviera la contundencia de la seguridad, la conciencia de infalible e incuestionable resultado que sostiene la arrogancia de no aceptar críticas, no habría búsqueda ni proceso creativo ni siquiera necesidad de decir porque ya estaría dicho con la primera obra (y las demás serian meras repeticiones innecesarias).


 Siguiendo esta línea de razonamiento, la crítica (profesional o aficionada, la crítica como la mirada del otro que cuestiona en cualquier dirección y con cualquier intensión) es tanto normal como necesaria.  El artista dialoga a través de su obra, y todo dialogo implica más de uno.  No hay certezas sino dudas, no hay más convicción que la búsqueda y sólo la insatisfacción puede sostener la continuidad en la pelea por decir lo que no se sabe cómo.

  El arte implica la necesidad de comunicar y sin el otro, sin escucharlo para confirmar si el mensaje le llegó o no, es imposible que el círculo se cierre.  Por eso, y sin querer ofender a nadie, cualquier artista (en realidad, cualquier persona) que se niegue a la crítica o al debate no hace más que demostrar su necia estupidez. 

  No me gustan los críticos, pero son parte del juego que yo elegí jugar.  Y como dicen que uno se reconoce no por sus amigos sino por la medida de los enemigos que ha sabido conseguir, en lo personal prefiero que me destrocen los críticos que más saben y que más ferozmente ejercen su despiedad.   Esos de los que, si uno sabe escuchar, puede avanzar lo suficiente como para tenderles la zancadilla de que no puedan criticarnos más.

martes, 26 de agosto de 2014

   -¿Y dónde está El Inmortal ahora? 
   Me paralicé al escuchar la pregunta.  De haber abierto la boca en ese momento hubiera exclamado con sinceridad: “¡no tengo la menor idea!”, con lo que hubiera  dado más letra al infundio de que soy algo desordenada con mis cosas.  Afortunadamente, estábamos en el subsuelo del Starbucks de Lavalle y Uruguay, con casi medio balde de café a disposición, así que me refugié en la excusa de beber mientras desesperadamente trataba de recordar a dónde había ido a parar esa obra. 


  No deja de asombrarme lo selectiva (y caprichosa) que puede ser mi memoria. Soy capaz de recordar detalles mínimos sobre el proceso de creación de una obra, sus primeras exhibiciones o sus primeros rechazos. Las críticas que generó.  Después entra todo en un cono de sombra, cuando mi interés se dispara tras otra cosa.  Y cuando le estoy prestando atención a algo en particular  el resto del universo se desdibuja en un pálido esfumado.

  Pero la cafeína despabila, más en las elevadas dosis en que se consume en los cafés de moda. ¡Lo recordé! Y haciendo como que nunca tuve duda sobre su paradero afirmé con aburrida convicción:  “Está en el sur, en San Martin de Los Andes.  Es una de las obras que mandé al Hostel”.


  Pero como realmente no estaba  segura y tengo esta tendencia neurótica hacia la precisión, en cuanto pude corrí a mi archivo y me puse a revolver mis registros.  Suspiré con alivio al confirmar que estaba en lo cierto.  Me sorprendió descubrir a otras obras cuyo paradero también ignoraba.  Trataré de recordarlo, por si alguna vez alguien pregunta.  Es cierto: nada se pierde, todo se transforma (en incertidumbre…).











lunes, 25 de agosto de 2014


   El Inmortal de Borges tiene carácter iniciático en  mi quehacer artístico.
 
   Si bien siempre ha sido cuestión obvia que mi habilidad innata era el dibujo, cuando decidí en plano consciente que el arte era mi única opción para evadir el suicidio, yo quería ser un pintor.  Así que me empeciné en pintar aun cuando a ese respecto demostraba con contundencia ser absolutamente torpe.

  Insistí con esa  obcecación rayana en la histeria, invariablemente demostrando que no era buena en eso.   Pero la práctica obsesiva hace al oficio y desarrollé algunos trucos para dibujar  con el pincel y demostrar algo de originalidad figurativa  en un entorno que allá a los fines de los 80 era predominantemente abstracto.

  Lo único sensato  que sí hice en esa época fue escuchar lo que me decían.  Siempre he estado atenta a la opinión de los demás, no para doblegarme a ella sino para analizarla con minuciosidad de autopsia y rescatar lo útil.  Y si bien para mí dibujar era una categoría menor a ser pintor, venía compilando el coincidente juicio de que mi dibujo era bueno mientras mi técnica pictórica inexistente.

  Sin embargo, seguí –y sigo- luchando con el pincel a brazo partido.  Probando distintas disciplinas para descubrir alguna que me fuera fácil.  Leyendo, estudiando, visitando museos, insistiendo en mi taller.  Pero probablemente no hubiera avanzado mucho si no hubiera escuchado allá en 1994 la amable sugerencia de ¿Por qué no intentás dibujar algo y lo presentás a un concurso a ver qué pasa?
 
  La pregunta, sin mala intención, me la hizo Hector Tanzola, por entonces funcionario de la Casa de Cultura de Lanús, donde yo había participado en varias convocatorias y una de mis Máscara con Mantilla había recibido una mención del jurado.  A él le gustaba mi trabajo y siempre había sido generoso en su trato y en su valoración de mi obra.  Y entendiendo que su consejo era absolutamente constructivo por primera vez me consideré seriamente  dibujar un “dibujo”, con lápiz, con la sola intensión de ser un “dibujo” que se mostrara como tal sin ninguna pretensión “pictórica”. 

  Lo inicié sin entusiasmo ni convicción.  Yo no sabía ni me interesaba hacer eso.  Pero lo tomé como un gesto de buena voluntad: le iba a mostrar con toda honestidad a alguien que se interesaba en mi obra que yo era una –mala- pintora porque no sabía hacer otra cosa.  Que yo era un fraude. 

  Y fue abrir la consabida Caja de Pandora.  Mi primer dibujo fue El Inmortal.  Y de ahí, sin solución de continuidad,  toda la serie de Borgeanas, que desembocarían expuestas en La Manzana de Las Luces, de dónde surgieron un montón de otras cosas, todas hacia adelante.
 
 


 

  De la nada a descubrir el placer absoluto.  No sólo era fácil (comparado con mis luchas con  el pincel ¡facilísimo!), satisfactorio, y definitivamente rítmico.  Podía mezclar formas, texturas y dimensiones;  arrancar de un punto y extender hacia el infinito a puro vértigo.  Podía todo eso que con la pintura, que con el color, no podía.  Logré la mixtura entre la idea y la forma, el juego intelectual en armonía con el juego visual.   Me era posible la improvisación y la sorpresa.  Dibujar era el paraíso prometido, un paraíso que siempre estuvo ahí mientras yo me empeñaba en ir a buscarlo a otro lado.

  Años después el color se agregó con  lápices de grafitos y acuarelables, después la acuarela, el óleo y el acrílico; más cerca las deliciosas lapiceras de gel con brillitos, comprendiendo que las mixturas eran un derroche lúdico al que estaba destinada.  Aprendí  la multiplicidad  borgeana  del “ser” desarrollada magistralmente en El Inmortal aplicada a un modo de hacer arte que era el más adecuado para mí. 
  Hoy me es fácil entender que me correspondía ser  muchas cosas, que espero puedan resumirse en ser artista.

domingo, 24 de agosto de 2014

Todos los caminos conducen a Borges


  “De cuando en cuando, los críticos y los hagiógrafos establecen que cierto escritor marca “un antes y un después” de la literatura.  Es un encomio que se repite más de lo prudente –sobre todo en el último siglo y medio-, lo cual tiende a devaluarlo.  Sin embargo, en ocasiones se hace casi inevitable, ya sea como alabanza de un autor o para señalar que, a partir de él, muchos empiezan no sólo a escribir sino también a leer de otro modo.  Es algo que ocurre tanto con autores populares (Poe, Lovecraft, Tolkien) como con los representativos de la llamada “alta cultura”: Kafka. Joyce, Faulkner… y sin duda, Borges.

  Justamente, el logro fundamental de Borges fue convertir un modelo de escritor para poca gente en uno para un gran número de lectores.  No existen autores en la lengua castellana, y muy pocos hay en todo el mundo, que hayan sido objeto de tantos estudios, citas, glosas y paráfrasis.  Podría hablarse de una literatura a.B. (antes de Borges) que es precisamente la que interesó y nutrió al propio escritor argentino, y una literatura d.B. (después de Borges), que es la que nos interesa y que nutre ya a la mayoría de nosotros.

  Tenía yo quince años –es decir que ha pasado medio siglo- cuando tropecé con mi primer cuento de Borges.  Era nada menos que “El Aleph” y venia incluido en Le matin des magiciens (El retorno de los brujos), un libro de especulaciones fantásticas con barniz científico que fascinó mi adolescencia.  Y tengo claro que, a partir de “El Aleph”, ya no pude entender la literatura sin Borges; es más, tal vez comencé a repensarla en su totalidad.

  A partir de esa lectura, buscar obras de este hechicero irónico se convirtió en una insaciable prioridad, casi una obsesión.  También, más lamentablemente, lo fue pergeñar torpes pastiches borgianos, no solo en prosa sino –horresco referens!- en verso.  Lo cuento como mínimo ejemplo de algo que debió sucederles a muchos jóvenes y menos jóvenes cuando descubrieron al autor de “El Aleph”.

  Un poco hiperbólicamente, vale para todos nosotros el resumen que hizo el crítico Emir Rodríguez Monegal glosando su propio caso: ´Para mí, entonces, acabó la literatura y empezó Borges.´”

Fernando Savater, Lugares con Genio, Random House Mondadori S.A., Buenos Aires, 2013 pág. 47/48.


  “El Diácono… dijo que estaba ansioso de saber por su boca, ellos que habían visitado el fabuloso Occidente, si de verdad existían acullá todas las maravillas  de las que había leído en tantos y tantos libros que había tenido entre sus manos. (…)  Si era verdad que se llegaba a la construcción por una escalera donde, en la base de un determinado escalón había un agujero desde el que se veía pasar todo lo que sucede en el universo, todos los monstruos de las profundidades marinas, el alba y la tarde, las muchedumbres que viven en la Última Thule, una telaraña de hilos del color de la luna en el centro de una negra pirámide, los copos de una sustancia  blanca y fría que caen del cielo sobre África Tórrida en el mes de agosto, todos los desiertos de este universo, cada letra de cada hoja de cada libro, ponientes sobre el Sambatyón que parecían reflejar el color de una rosa, el tabernáculo del mundo entre dos placas relucientes que lo multiplican sin fin, extensiones de agua como lagos sin orillas, toros, tempestades, todas las hormigas que hay en la tierra, una esfera que reproduce el movimiento de las estrellas, el secreto latir del propio corazón y de las propias vísceras, y el rostro de cada uno de nosotros cuando nos transfigure la muerte…”

Umberto Eco, Baudolino  Sudamericana S.A. Buenos Aires 2008, pág. 471/472.


Querido Borges:
  Decidí matarlo un 30 de abril de 1959, meses después de que su fama se acrecentara al publicar la tan mentada obra El Aleph.  Obra publicada gracias a mi continua, apasionada, versátil y del todo insignificante actividad mental.  Para los que no me conocen, les puedo decir – como alguna vez usted mencionó- que soy rosado, considerable, canoso, de rasgos finos.  Tengo grandes y afiladas manos hermosas como las de mi prima Beatriz, también ojos azules.  Soy descendiente de italianos y recalco la letra ´ese´ al final de una palabra con orgullo, porque, como usted dijo,  Borges, la patria es una decisión: uno es argentino porque ha decidido serlo.  También he decidido ser poeta y desempeñarme como encargado subalterno en la biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur, labor que cumplo hace décadas con sobrado entusiasmo.  Es verdad que soy ermitaño, a veces autoritario, querido Borges, pero también es verdad que soy un impiadoso asesino.  Por lo visto, algunas de mis particularidades ha pasado usted por alto y es mi obligación recalcárselas por escrito, pues las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras.  En fin, para que andar con rodeos, Borges, usted ya lo sabe: soy Carlos Argentino Daneri y voy a matarlo. (…)  Lamento decirle que ya es la hora.  Antes de irme debo acomodar el retrato de Beatriz en torpes colores, ese que está sobre el piano inútil, junto al jarrón sin flor, ¿lo recuerda?  Sí, estoy seguro de que sí.  Luego, una vez acomodado el retrato, colocaré la Browning 9 milímetros en mi sobaquera, también el saco azulino, en contraste con la camisa lechal. ¿Aún se ríe de mis adjetivos, Borges?”

Francisco Cappellotti, Matar a Borges Editorial Planeta SA, Buenos Aires 2012, pág. 13/19.


  “Walter Cole vivía en Richmond Hill, el más antiguo de los siete barrios de Queens, conocido como las Siete Hermanas. (…)  Llegué a casa de Walter poco después de las nueve.  Me abrió la puerta él mismo y me hizo pasar a lo que, en caso de tratarse de un hombre menos educado, podría haberse llamado su ´cubil´, pero ´cubil´ era una palabra que no hacía justicia a la biblioteca en miniatura que había reunido a lo largo de medio siglo de ávida lectura: biografías de Keats y Saint-Exupery compartían estantería con obras sobre medicina forense, delitos sexuales y psicología criminal.  Fenimore Cooper estaba tapa con tapa en compañía de Borges; Barthelme parecía un tanto inquieto en medio de unos cuantos títulos de Hemingway.”

John Connolly, Todo lo que muere Tusquets Editores SA Buenos Aires 2011, pág. 43.

















Revista La Aventura de la Historia, Nro. 160 febrero 2009, pág. 4.



  Yo descubrí a Borges entrando a la adolescencia, a mis doce o trece años.  Solía frecuentar un local de venta de libros y revistas usados que había a una cuadra de mi escuela.  Compraba ejemplares de D´Artagnan, El Tony e Intervalo para copiar sus tapas.  En una mesa encontré un viejo ejemplar de Historia Universal de la Infamia; supongo que me sedujo el título o fue cosa pura del destino.  Fue mi inicio en Borges y el principio de mi biblioteca.  No fue el primer libro que adquirí por iniciativa propia (ese fue una Antología de Poesía que compré en una librería de una galería de Lanús Este), pero fue la ideología borgeana la que formateo el camino de elección de mis lecturas y digitó definitivamente mis preferencias.  


  Feliz cumpleaños, Maestro.    Feliz día del lector a todos nosotros.




          “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. (…)  Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez…  Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. (…) Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.”

Jorge Luis Borges, El Inmortal.

sábado, 23 de agosto de 2014

 Alegato en defensa del kitsch (de la Playboy y de Bradbury)





















 Transcribo un fragmento más de Eco, que no sé si exactamente defiende al kitsch como simplificación del arte para consumo, pero sí abre la puerta a la posibilidad de que los extremos (o los excesos) se constituyan en disparador de posibilidades.  Tal vez yo soy demasiado optimista, pero cualquier argumentación que mezcle a la Playboy con Ray Bradbury, Picasso y la hipocresía cultural merece ser compartida.


  “El Kitsch prevé una contaminación menos resuelta, una más aparente voluntad de prestigio. (…)  Ray Bradbury, (…) escribe una novela para PlayboyPlayboy, como sabemos, es una revista que suele publicar fotografías de muchachas desnudas, con notable malicia y habilidad.  En esto Playboy no es Kitsch: no finge un desnudo de arte –escuálida coartada de la pornografía-, sino que emplea todos los medios técnicos y artísticos que encuentra a su disposición en el mercado para producir desnudos excitantes, aunque no vulgares, acompañándoles de cartoons chispeantes y agradables.    Desgraciadamente, Playboy busca promociones en el plano cultural, pretende ser una especie de New Yorker para libertinos y juerguistas; y recurre a la colaboración de narradores de fama, que no desdeñan el improbable connubio con el resto de la revista, proporcionar una coartada culta al comprador en lucha con su propia conciencia, el narrador produce con frecuencia un mensaje-coartada.  Produce Kitsch por medio de una operación que es Kitsch en sus  raíces…  También Badbury narra el encuentro entre dos personas, pero ¿cómo podría, queriendo ´hacer arte´, recurrir al lugar común de un encuentro entre dos amantes?  ¿No podrá entrar más rápida y directamente en el mundo de los valores, si narra el amor de un hombre por una obra de arte? Y en Una estación con tiempo sereno nos habla Bradbury de un hombre que, arrastrando a su esposa, enternecida y turbada, se decide a pasar las vacaciones en la costa francesa (imagínese, ¡desde América!), en los alrededores de Vallauris.  La finalidad es sentirse próximo a su propio ídolo: Picasso.  El cálculo resulta perfecto: tenemos arte, modernidad y prestigio.  Picasso no es elegido por casualidad: todo el mundo le conoce, su obra se ha convertido ya en fetiche, mensajes leídos según un esquema ya prescrito.

  Y cierta tarde, nuestro personaje, al anochecer, paseando reveur por la playa desierta, distingue a lo lejos un hombrecillo anciano, que dibuja en la arena con un bastón extraños signos y figuras.  Inútil decir que se trata de Picasso,  Nuestro hombre se da cuenta de ello, después de habérsele acercado por la espalda y haber visto los dibujos trazados en la arena.  Observa conteniendo el aliento, temeroso de romper el encanto.  Después Picasso se aleja y desaparece.  El enamorado desearía poseer la obra, pero la marea está subiendo: dentro de poco el agua de mar cubrirá la arena, y el encanto habrá desaparecido. (…) Veamos… que observa el protagonista…: ´Porque sobre la lisa playa había imágenes de leones griegos y cabras mediterráneas y de muchachas con carnes de arena parecida a polvo de oro y sátiros tocando cuernos esculpidos a mano y niños danzantes, lanzando flores a lo largo de toda la playa… A lo largo de la playa en una línea ininterrumpida, la mano, el estilo lígneo de aquel hombre… bosquejaba, unía, enlazaba, aquí y allá, alrededor, dentro, fuera, a través, delineaba, subrayaba, concluía… Todo daba vueltas y se mecía en el propio viento y en la propia gravedad…´

  …Se prescribe al lector qué es lo que debe individualizarse y disfrutar –y cómo disfrutarlo- en la obra de Picasso; mejor, de la obra de Picasso se le proporciona una quintaesencia, un resumé, una imagen condensada.  Debe notarse que de Picasso se ha elegido el momento más fácil y decorativo (gravita también sobre el pintor, espléndidamente retratado en esta fase de su producción, una sospecha de Kitsch…) y que se acepta del artista la imagen más convencional y romántica. (…)  Por un lado, Bradbury interpreta el arte picassiano con un típico empleo de código empobrecido (reducido al puro gusto del arabesco, y a un vulgar repertorio de relaciones convencionales entre figuras estereotipadas y sentimientos asimismo prefijados), y por otro, su fragmento constituye una típica comprobación de estilemas tomados de toda tradición decadente (…) unido todo por la intención explícita de cumular efectos.  Y, no obstante, el mensaje pretende ser intencionado en cuanto a tal: es formulado de modo que el lector se entusiasme con un autor que ´escribe tan bien´.

  (…) La narración no sólo es consumible, sino bella, y pone a su disposición la belleza.  Entre esta belleza y la de las muchachas de la página central de Playboy no existe mucha diferencia; salvo que, siendo ambas gastronómicas, la segunda ostenta una hipocresía más maliciosa, la representación fotográfica exige una referencia real, de la cual existe forzosamente incluso un número de teléfono.  El verdadero Kitsch, en cuanto Mentira, está en el fragmento de arte de Ray Bradbury.

  (…) Con todo, bastaría un solo individuo que, excitado por la lectura de Bradbury, se acercara por primera vez a Picasso, y ante las obras de éste, reproducidas en cualquier libro, encontrase el camino para una aventura personal, en la que el estímulo de Bradbury se hubiera consumado, para dejar paso a una vigorosa uy original toma de posesión de un modo de formar, de un modo pictórico…  Bastaría esto para hacer sospechosas todas las definiciones teóricas acerca del buen y del mal gusto.

  Pero son estas, elucubraciones del tipo de ´los caminos del Señor son infinitos´: la enfermedad puede acercar a Dios, pero para un médico, por muy creyente que sea, el primer deber es diagnosticar y curar las enfermedades.” 

Umberto Eco,  Apocalípticos e integrados   Random House Mondadori S.A., Uruguay 2012, pág. 156/159